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Perdidos

La Razón
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Pasado mañana, después de seis temporadas, acaba Perdidos, la serie de televisión que tiene en vilo a medio mundo. Como dice un amigo, la única manera de resumir el argumento es: «un avión se estrella en una isla y a partir de ahí se arma un lío de tres pares de narices». Una isla misteriosa que se mueve en el tiempo, unos personajes con un pasado complicado y una trama que está a medio camino entre lo paranormal y lo mitológico. Y una pregunta fundamental (la misma que se ha hecho el ser humano desde sus orígenes): ¿por qué estamos en el mundo (en este caso, en la isla)? ¿Se trata tan solo de un mero accidente o, por el contrario, todo esto responde a un plan que no alcanzamos a comprender? La respuesta que se nos da aquí es que «todo ocurre por una razón», es decir, que nuestras preguntas pueden ser contestadas, aunque la verdad, como rezaba el lema de otra célebre serie, esté ahí fuera. Pero el éxito de Perdidos no está sólo en formular esa pregunta manida, ni en el argumento, ni siquiera en lo bien construidos que están los personajes. Lo que hace que la serie sea casi tan adictiva como una droga es la estrategia de los guionistas a la hora de dosificar la información y construir el relato. Es decir, la manera de contar. Lo que realmente hace de Perdidos una gran serie es que enlaza directamente con la tradición de Sherezade, aquella joven que, en Las mil y una noches, para evitar su muerte, entretenía al Sultán contándole historias. Historias que uno no quisiera que acabasen nunca, como un buen libro al que uno le pide unas cuantas páginas más, o como un sueño del que no quisiéramos despertar y que, por la mañana, nos hace decir aquello de «cinco minutitos más».