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Ruesga Bono

La Razón
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Si conozco algo a Manolo Ruesga, o al menos si en algo se parece a su hijo Alejandro, mi querido amigo, seguro que dirá que le ha sentado como una patada en las gónadas la concesión de la Medalla de la Ciudad, que encima son capaces de dársela en fin de semana y privarle de su solaz en Matalascañas. «En qué lío me habéis metido», se le ha escuchado mascullar casi sin abrir esa boca que parece como sellada por el bigote. Mentira, está encantado. Como el personaje de Wenceslao Fernández Flórez, trata de parecer hosco sin conseguirlo. Si no, que se aguante, porque Ruesgabono (así, todo junto) no se pertenece del todo ahora que está en puertas de la jubilación (otra falsedad: un periodista no se jubila nunca). Su obra, que equivale a decir su vida, es patrimonio de una ciudad que nadie ha retratado mejor que él. Qué menos que se lo reconozcan con una distinción. Y aunque él nunca fue de repartir abrazos, se va a hartar de aquí a que cuelgue la cámara. Es la penitencia que hay que pagar por haber amamantado a varias generaciones de fotógrafos, casi todos los que hoy están en activo, y por no haberle hecho ningún feo a nadie en un negocio en el que abunda la picaresca. A los cuatro chalados que aún creemos en el valor de la letra impresa, nos toca ahora recoger el testigo de la pasión por los periódicos. La que él nos inculcó cuando éramos los alevines de la profesión.