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Inteligencia y ferretería (II)

La Razón
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Nada desmitifica tanto a un personaje como imaginarlo sentado en el retrete mientras espera la pedrea de la defecación. En el caso de Hitler no recuerdo haber leído jamás alguna referencia a sus hábitos más íntimos, salvo aquellas concesiones autobiografías en las que demuestra la mente estomacal de una alimaña. Solitario desde niño, se decantó como agitador político arrastrado por su fracaso como pintor. No tardó en darse cuenta de que cuando a los seres humanos no los une el afecto, es más fácil que los una el rencor. Ninguno de los amigos en Viena recuerda que el joven Adolf tuviese vicios, ni que hablase de mujeres. Aunque se casó con Eva Braun y predicaba a favor de la vida doméstica, nadie a su alrededor le creía capaz de fundar una familia, seguramente porque la institución más familiar que concebía el Führer era su séquito, igual que algunos sindicalistas en vez de juntarse para formalizar un matrimonio, lo hacen para constituir un piquete. Hay teorías sobre la homosexualidad de Hitler que le comprometen en una relación íntima con Rudolf Hess y otras que le describen como un mujeriego, siendo lo más probable que en ambos casos se trate de infundios. Si uno echa un vistazo al rostro del Fuhrer y a la tez de la diabólica nazi María Mandel, se da cuenta de que comparten el exquisito apurado de sus afeitados, aunque en ella se diese la circunstancia adicional de llevar el bigote en el sobaco. Hitler era de una pulcritud enfermiza y se rodeaba de hombres también higiénicos y pasteurizados, como era el caso del criminal Heinrich Himmler, un tipo metódico y sin sentimientos cuyo único rasgo de humanidad podría ser que con la lluvia se le formasen pompas de jabón en la cara. Nada de sexo. Yo creo que en el caso de Adolf Hitler, el pene era parte de su correaje.