Historia

Lima

Leche para «Lima la horrible»

La Razón
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Había asistido en Lima («Lima, la horrible», de Sebastián Salazar Bondy) a un preestreno de la Ópera de Pekín con los emigrados biznietos de los chinos fulminados por la malaria y los explosivos en el «Corte de culebra» del Canal de Panamá, y me perdí por los jirones aledaños hasta que la garúa que trae el Pacífico me obligó a tomar un taxi hacia El Callao, último reducto de los españoles, que al rendirse al general San Martín, recibieron honores. El achaparrado fuerte para defender el mar pero no la tierra, y poco más; un antiguo presidio reconvertido en el mayor prostíbulo del mundo, al que no accedí no por moral, sino por miedo al irás y no volverás.

En la noche, la Policía establecía controles en la única carretera con bidones de petróleo prendidos, y en las faldas de los montes, gris polvoriento y sucio, que rodean Lima. Sendero Luminoso replicaba dibujando también con recipientes de petróleo la hoz y el martillo como una advertencia ominosa. Atravesé a pie el barrio chino con sus tenderetes de comistrajos y el olor a la fritanga me hizo vomitar, ya en el conocimiento de que la comida nacional es el conejillo de indias, del que se consumen 70 millones al año. Afortunadamente, el lujoso Sheraton está a 100 metros del caos asiático, aunque sus habitaciones dan a un gran patio interior al que se arrojan los gringos suicidas.

Sólo me relajaba en Miraflores, el barrio de clase alta lamido por el Pacífico y donde consolaba mi espíritu burgués. Salazar Bondy se quedó corto al bautizar la capital, porque ya no mueve las caderas la flor de la canela por el puente que, cruzando el Rímac, lleva a la plaza de toros de Acho. Por el contrario, cada vez que aterrizaba en Lima entraba en acción un descuartizador que repartía los cuartos de sus víctimas por los arrabales. La Policía ahorcó a un sospechoso en su celda y se acabaron los crímenes. En aquellos años, Frejolito Barrantes ganó la alcaldía de Lima sólo con la promesa de un vaso de leche a cada niño escolarizado. Su temprana muerte le impidió competir por la Presidencia.

Volé a Ayacucho para conocer la Universidad de San Carlos de Huamanga, donde había profesado Abimael Guzmán, fundador de Sendero Luminoso (un lirismo de José Carlos Mariátegui, mítico secretario del PCP) y la pista de aterrizaje en los Andes Centrales no era plana sino cuesta arriba, donde el avión se posaba como un pájaro, casi sin carretear. La terminal estaba tomada por los «sinchis» (El que todo lo puede, en aymara) con sacos terreros y ametralladoras. Comandos de élite.

En la «Fonda Pepe», regentada por un gallego homosexual, no había oxígeno y hube de conformarme con litros de té de coca, sin éxito alguno. Aún subí más, hasta Huancavelica, donde los campesinos asesinaron a hachazos a un grupo de periodistas. Los sinchis les decían: «Lo que llega por el aire (helicópteros) es bueno; lo que llegue por tierra, matadlo». Sendero usaba mucho el burro-bomba, cargando sus albardas con dinamita encendida, el toque de queda empezaba a las 18:00, pasando la noche entre tiroteos a las sombras. No en balde la cuna de Sendero significa en quechua: el lugar de los muertos.

Marché a Iquitos y a El Beni, en el Amazonia: indios que no eran quechuas o aymaras, tributarios del Incanato, asesinos en fuga, contrabandistas, peatones con arma larga, laboratorios de clorhidrato de cocaína, caimanes y pirañas, toda la parafernalia de la selva. Para transportar la carne desde El Beni a Lima compraron bombarderos estadounidenses de la II Guerra Mundial, los canibalizaron hasta hacer volar unos pocos, y lentamente van desapareciendo intentando pasar «La joroba», las anfractuosidades de los picos andinos, donde sus restos no se encuentran nunca. Ya ni los buscan.

Perú es al menos tres geografías sin conexión y varias culturas no engarzadas que obligan a radiar las campañas electorales en español, quechua y aymara. No es raro que un japonés como Alberto Fujimori llegara a la Presidencia. Condenado a 25 años se le ve con alguna indulgencia por su lucha contraterrorista, tan bárbara como la de los insurgentes. Asistido por su Monje Negro (un siglo de cárcel), el ex militar Montesinos, resolvió a sangre y fuego la toma de 800 rehenes en la residencia del embajador nipón, tuneleando el edificio, acabando con el maoísta Movimiento Revolucionario Tupac Amarú (príncipe inca muerto por los españoles) sobre cuyos cadáveres se paseó, y logró detener vivos a Abimael Guzmán y su mujer exhibiéndolos en jaulas.

La mayoría del pueblo estaba harto del terrorismo y no entendía nada del maoísmo o del marxismo-leninismo que predicaban filósofos sangrientos como Abimael. No es tan raro que Keiko, en recuerdo de su padre preso, haya obtenido en primera vuelta más de un 23% de los votos y que el segundo en liza, el teniente coronel Ollanta Humala, émulo de Chávez, se haya alzado con un 30,9%. Como dice Mario Vargas Llosa, en la segunda vuelta habrá que escoger entre el cáncer y el sida. Entre el resentimiento y la miseria. Ganará la última porque, como sabía Frejolito, en los infectos poblados jóvenes que circundan Lima lo que hace falta no es una revolución, sino un vaso de leche.