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El Principado de Asturias

La Razón
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Estos días, en torno al cumpleaños de Don Felipe de Borbón y Grecia, los medios de comunicación se han ocupado con abundancia de su persona y del alto nivel que ocupa dentro del Estado español, insistiendo sobre todo en el modo en que cumple las funciones que le corresponden. Tal vez sería oportuno echar una mirada remontándonos en el tiempo para descubrir la importante significación que reviste el Principado de Asturias, algo más que la diestra eficaz del titular de la Corona. El Principado se creó en 1388, precisamente en el momento en que se estaba alcanzando una maduración de la monarquía fijando la separación entre los tres poderes, legislativo (Cortes), ejecutivo (Consejo) y judicial (Audiencia o Cancillería). Nos estábamos adelantando a los ideales de Montesquieu.

Era el momento en que se restablecía la paz interior mediante el matrimonio entre Enrique III y Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I, que significaban las dos líneas que procedían de Alfonso X, el gran sabio rey. Es cierto que este linaje presumía de descender, sin solución de continuidad, de aquel Alfonso I que reparara precisamente en Asturias. De modo que se trataba de volver a los cimientos, y no simplemente de otorgar un apellido de honor como era el Delfinado en Francia y serían luego los títulos de Viana o de Gerona. Lo que Juan I buscaba era proporcionar al heredero un dominio específico en el que pudiera emplear años decisivos aprendiendo el oficio, difícil, de reinar. En principio dudó entre Asturias o Vizcaya, los más importantes señoríos del patrimonio. Si se decidió finalmente por Asturias, podemos encontrar en ello dos razones: allí había nacido la monarquía ahora restaurada y era necesario fortalecer su unidad.

No son supuestos. Es precisamente lo que Isabel I y los procuradores de las ciudades, reunidos en Toledo en 1480 para dotar de una ley fundamental –hoy diríamos una Constitución– a toda la monarquía, estaban explicando con toda precisión. Se creó entonces la Junta General del Principado, que sobreviviría en el tiempo. Dato curioso: en 1808, desmantelado todo, la Junta era la única que conservaba la legitimidad y, desde ella, se envió la declaración de guerra contra Napoleón, defendiendo la legitimidad del rey. Pero no nos desviemos. El Príncipe de Asturias, una vez jurado como sucesor por las Cortes, debe disponer de aquellos medios y aquellas funciones que le preparan para ser rey, comenzando por el juramento de defensa de las libertades. De ahí otra condición inexcusable. Nadie, en el escalón más elevado de la nobleza, podía en España recibir el título de príncipe, como era normal en Italia, por ejemplo.

El oficio y el título son exclusivos del sucesor porque, cuando alcanza la edad suficiente, se convierte en un activo y eficiente colaborador de la Corona. En dos ocasiones se quebrantó la norma: la primera, con Godoy; la segunda, con Espartero. No hace falta que recordemos aquí las malas consecuencias de dichos quebrantos. Cuando, por razones meramente coyunturales, se producía una especie de vacante se registraba siempre una especie de debilidad. No podemos olvidar que la monarquía es, esencialmente, una forma de autoridad, no de poder. Resulta especialmente importante ese plazo previo de entrenamiento y cooperación. Me atrevo a decir que ahora se están cumpliendo de un modo perfecto las condiciones. Así lo demostró, por ejemplo, Felipe II. Es curiosa y significativa la coincidencia de nombres. Durante muchos años, mientras su padre Carlos se hallaba retenido por los serios problemas europeos, él, en calidad de príncipe, pudo suplir dicha ausencia haciendo que en momento alguno pareciera que el trono se hallaba vacante. También Don Juan de Borbón y Don Juan Carlos, en circunstancias radicalmente distintas, supieron desempeñar la doble función haciendo posible una nueva instauración de la monarquía, en paz, enseñando a todos a superar los odios que nos atenazaban. El «buen amor» entre padre e hijo es esencial en estas tareas. Felipe II tuvo tres amores que le ayudaron: el de la madre, la emperatriz de Portugal; el de la esposa, Isabel de Valois, y el de las hijas, Isabel Clara y Catalina Micaela. Son aspectos en los que el historiador siempre debe penetrar. También ahora.

Sin ánimo de adulación, desde el rigor fiel que debe mostrar el historiador, hay que decir que España, en los tiempos difíciles que todavía estamos viviendo, debe mucho a la monarquía. Sin ella, probablemente, ni se hubiera logrado la ejemplar Transición, ni se hubiera podido recobrar el amor para América y desde América. Pues la monarquía no es un régimen político sino una forma de Estado en que caben muy diferentes sistemas de gobierno, congruentes con la época en que corresponde vivir. De ahí que disponga de calidades suficientes para aceptar la fórmula, partido o solución congruentes con los problemas que a cada generación se presentan. El Rey, y en igual medida, el Príncipe de Asturias están en condiciones de guiar a los ciudadanos por la vía del ejemplo ya que no la del poder… Aquí está precisamente la ranura por donde pueden filtrarse los errores. No es este el caso en nuestros días. Decisiones duras se han adoptado por la vía del ejemplo y los españoles hemos de admirarlas. Y en el lado opuesto también el rostro de esas dos niñas cuya belleza es un reflejo esencial que llega por todos los medios de comunicación. Perdone si me he excedido en mis palabras.