Berlín

Líbano vuelta a la guerra civil

Los habitantes de Beirut temen que, tras el coche bomba que asesinó al jefe de Inteligencia, regrese la guerra civil que asoló la zona entre 1975 y 1989 

Dana Jaber, libanesa chií. Dana, de 33 años, ha vivido siempre en Beirut, bajo la violencia y en una ciudad donde es habitual el paisaje de edificios derruidos
Dana Jaber, libanesa chií. Dana, de 33 años, ha vivido siempre en Beirut, bajo la violencia y en una ciudad donde es habitual el paisaje de edificios derruidoslarazon

En estos tiempos revueltos, de rumores de guerra civil, las alarmas están preparadas para saltar en el Líbano. La espesa nube negra que se formó tras la potente explosión del coche bomba que acabó con la vida del jefe de los servicios de Inteligencia, el general Wissam al Hassan, y otras 9 personas, en el cosmopolita barrio cristiano de Ashrafiyeh, dejó suspendidas en el aire las partículas de la violencia sectaria.

En los días que sucedieron al trágico atentado del 21 de octubre se produjeron enfrentamientos armados entre suníes (la comunidad religiosa a la que pertenecía al Hassan) y chiíes (dominados por la milicia libanesa Hizbulá) en diferentes partes del país, que a muchos les hizo revivir los tiempos de la larga y cruenta guerra civil libanesa (1975-1989). Aunque no hace falta remontarse a 20 años atrás… Desde el asesinato del ex primer ministro Rafic Hariri, el 14 de febrero de 2005, el país de los cedros –símbolo de la bandera nacional– no ha dejado de desangrarse. Una cadena de atentados contra personalidades políticas antisirias ha socavado los frágiles cimientos que sostenían el país después del conflicto sectario que finalizó a principios de los noventa.

Aouni Tamer, un cristiano de 91 años, sintió en sus entrañas el atentado contra el general Hassan. Su vivienda recibió el impacto de la explosión del coche bomba y los cristales de las ventanas se rompieron a pedazos, así como parte de las paredes de la vivienda se derrumbaron. Tamer y su esposa, de 80 años, tuvieron que ingresar en el hospital por heridas leves en su cuerpo, pero que fueron más profundas en su corazón.

«Nuestra casa fue bombardeada durante la guerra por la aviación siria en varias ocasiones. Y ahora hemos sido víctimas colaterales del atentado. Pero no puedo decir que la situación sea parecida. Durante la guerra estábamos atentos y sabíamos cuando llegarían los bombardeos y nos daba tiempo a bajar al refugio (en el sótano). Ahora nos ha cogido de improviso y gracias a Dios, no ha muerto nadie», explica Tamer a LA RAZÓN, mientras nos muestra los escombros y los restos de metralla que están apilados en el jardín de la vivienda como pruebas de una investigación policial.

Tamer no empuñó un arma durante la guerra civil. «Los que tomaron las armas fueron los líderes políticos de las distintas facciones libanesas, sus acólitos y aquellos que por su condición de clase marginal aprovecharon la guerra para ganar influencia y amasar su fortuna», explica Tamer. «Nunca le preguntes a un nuevo rico cómo consiguió su primer millón».

Tamer se refiere a los chiíes que durante los primeros años del conflicto civil eran el grupo más pobre y marginado, y su élite era subsidiaria de los católicos maronitas, la principal secta cristiana, y de los musulmanes sunitas. En el caos de la guerra libanesa emergieron poderosos movimientos en esta descontenta comunidad –Amal y Hezbollah– que reivindicaron un papel más central.

Exiliados
Lo más triste que recuerda de la guerra este cristiano nonagenario fue ver como amigos, familiares y vecinos abandonaban el país. «Pese a las dificultades y el horror de la guerra, mi familia siempre ha permanecido unida en el Líbano. Para nosotros, ganar la guerra ha sido el permanecer aquí y no marcharnos del país», sentencia Tamer, que ha decidido restaurar su vivienda destrozada por la explosión. Se estima que hay el triple de libaneses y descendientes viviendo en países de acogida que los cuatro millones que viven en este diminuto país árabe. Aún hoy se pueden apreciar decenas de edificios desalojados y en ruinas, junto a la línea verde –que separó el este y oeste de Beirut en la guerra–, convertidos en monumentos de la memoria histórica.

Bassam Lahoud, profesor de la Universidad Libanesa Americana (LAU, en sus siglas en inglés) ha visto como la casa de sus antepasados ha acabado en ruinas. «Nuestra primera casa estaba situada en la línea verde y siempre recibíamos el impacto de una bala perdida o un obús. Hasta doce veces, mi abuelo tuvo que arreglar el tejado o alguna ventana por los disparos o los bombardeos», recuerda Lahoud, que precisa que la guerra civil comenzó en 1973, cuando fue ametrallado un autobús con pasajeros palestinos en el barrio cristiano de Beirut de Ain Remaneh.

El autobús fue atacado por milicianos cristianos de la Falange libanesa, que asesinaron a sus veintiséis ocupantes en represalia a la muerte de un guardaespaldas del jefe político Pierre Gemayel, fundador del partido Kataeb (Falange libanesa). «Aquella masacre fue el detonante de la primera guerra civil entre musulmanes suníes y cristianos. Todo estaba preparado para que aquel incidente encendiera la llama de la violencia sectaria», sostiene Lahoud, que considera que el actual atentado contra el general Hassan «también fue premeditado para llevar al Líbano a la guerra en Siria».

Con sólo 16 años, Joseph Khalife tomó un arma. «En 1982 decidí unirme a las Fuerzas Libanesas, –una fuerza paramilitar dirigida por el ex presidente asesinado Bachir Gemayel–, porque nuestra obligación era defendernos. Las Fuerzas Libanesas luchábamos por la autodefensa de los cristianos, para defendernos de las tropas sirias invasoras».

Khalife confiesa que ha matado: «En la guerra no tienes otra opción que matar o morir». Pero ahora, tras su exilio de 16 años, que comenzó en 1991, después de que el movimiento fuera prohibido y sus actividades perseguidas por la inteligencia Siria, Khalife regresó al Líbano con la convicción de que las armas sólo conducen a la violencia. «No hablo sólo de mí, hablo en representación de todos los libaneses que hemos vivido la guerra civil: debemos permanecer unidos para ser una nación y sólo así podremos ser fuertes ante la injerencia exterior, que ha sido la causa de todas las guerras en Líbano», puntualiza este ex combatiente de la Fuerzas Libanesas. «Wissam Hassan está muerto, ha pasado a una vida mejor. Y así es como tiene que quedar. Nadie está interesado en remover las heridas del pasado», sostiene Khalife, que desea que la muerte del ex jefe de Inteligencia libanés no sirva de pretexto para encender las ascuas de la violencia sectaria.

Una vida bajo la violencia
Aunque Dana Jaber, libanesa chií de 33 años, piensa de un modo diferente, y cree que «ahora estamos más divididos que nunca». Dana pertenece a esa generación de libaneses que creció bajo las bombas, la violencia y el odio engendrado durante quince años de guerra civil, y le duele rememorar aquellos años. «Mi hermana y yo nos escondíamos en el armario para no escuchar el estallido de las bombas», recuerda, y explica que tuvieron que cambiar cinco veces de domicilio: «Primero nos fuimos a vivir a las montañas en Aley, pero nuestra casa fue destruida durante los bombardeos en 1985. ¡Lo perdimos todo! Entonces, nos fuimos a Beirut y cambiamos varias veces de casa hasta instalarnos definitivamente en el barrio Zkak Blat», cerca de la torre Mur, el principal rascacielos de Beirut oeste y cuartel general del grupo chií Amal durante la guerra.

Y aunque Jaber intente borrar sus recuerdos, la situación actual la traslada al pasado. «La gente está harta de vivir asustada. No sabes cuándo habrá una guerra, una bomba o un atentado. Como madre que seré algún día, quiero que mis hijos crezcan en un ambiente de paz y estabilidad».

La «línea verde» dividió la capital, Beirut
Como si un muro de Berlín se tratase, una línea verde dividió Beirut. Separó el oeste musulmán del este cristiano durante la guerra civil. Los edificios que atravesaban esa zona acabaron derruidos o fueron utilizados por francotiradores.

Se llamaba «línea verde» por un poco de hierba que creció debido a que la zona estaba completamente deshabitada y por la que nadie circulaba. Era un seguro para la muerte. Esa línea ha representado lo peor de la capital del Líbano, dos formas de entender la vida y la religión. Durante años, la capital del país ha intentado borrar los restos de esa separación, que como un sangriento muro, separaba la ciudad.

Parte de los fantasmas que no abandonan a los habitantes de Beirut nacen en esa línea verde. Durante estos días, el atentado contra el jefe de Inteligencia ha reabierto unos temores, que casi nunca han abandonado a los ciudadanos.