África

Cataluña

Europa y el miedo por Joaquín Marco

La Razón
La RazónLa Razón

N o hace tanto tiempo Cataluña se designaba como un oasis y Europa, como el modelo a seguir ante la decadencia perceptible de los EE.UU. Soplaban por estos campos aires de esperanza y aún de optimismo. Había comenzado, incluso, el nuevo milenio sin desgracia aparente. Pero en pocos años, Cataluña y España en algunos aspectos han retornado a comienzos del siglo XIX y Europa ha desaparecido de los focos internacionales. El modelo que se inició el primero de enero de 1958 y defendieron Schuman y Adenauer y mantuvieron Kohl, González, Delors o Mitterrand se descompone. Los «hombres de negro» viajan con sus maletines por la Europa del sur inflingiendo a sus habitantes duras penitencias. El programa europeo se cuartea, porque el mundo entero parece haber entrado en una nueva fase, de la que no se destierra, de momento, ninguno de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Bien es verdad que las guerras son locales, que el hambre global ha entrado en un ligerísimo retroceso y que China e India o Brasil, con otros países emergentes, se han convertido en algo más que promesas. La historia mundial ha desplazado a Europa entera a un segundo término, porque los proyectos nunca acabaron de completarse. Alemania ocupa ahora el primer plano, aunque la City londinense sigue siendo una potencia, y los proyectos de los políticos se han trasladado al mundo económico. Gobiernan los mercados y las grandes fortunas y no los ideólogos o los utópicos creadores de futuros. No es, pues, de extrañar que los oasis interiores se conviertan en peligrosos desiertos. Europa se concibió como una federación de naciones con una historia común de violencias y traiciones; amores y odios.
Aquella Europa de intenciones federales surgió, dividida en bloques antagónicos, pero al socaire de los EE.UU., intentando imitar aquel modelo y creció por adhesiones no sin vacilación. Tuvo que ser un parto doloroso, como lo fue, asimismo, nuestra Transición, si así prefiere calificársela. La lenta construcción europea, como la reunificación alemana, han sido evoluciones tan necesarias como imperfectas. Para completar el modelo que imaginara Charles de Gaulle falta la gran decisión de extender la Unión hasta los Urales, pero ello parece hoy mayor utopía: produce escalofríos; porque el proceso se muestra inseguro y el euroescepticismo corroe los cimientos del edificio. El avance hacia el Este ha desatado ciertos demonios. La Europa política no ha podido pacificar el norte de África, ni convertir a los países islamistas en demócratas. Tan sólo los de origen cristiano han sido capaces de admitir un laicismo regulador. Pero las ideologías se han difuminado y desteñido. Desde la óptica del modelo chino, por ejemplo, no hay apenas diferencia entre un conservador y un socialdemócrata europeos. Tampoco importa, porque las reglas con las que ahora se juega son el fruto de un capitalismo rampante, sin apenas controles. Avanzamos hacia la destrucción de los sistemas reguladores estatales. Los republicanos estadounidenses todavía insisten en ello, en el más rabioso individualismo. Sus elecciones, que estamos viviendo a nivel global, son sobre todo un espectáculo televisivo; pero las fuerzas verdaderas que se mueven entre bambalinas las conforman los grandes trusts económicos, Wall Street y sus recovecos, capaces de desatar las grandes crisis y sacar buen provecho de ellas. Los lazos internacionales son tan débiles que, ante un caso como el de Siria, el Consejo de Seguridad de una ONU inoperante es incapaz –gracias al veto– de resolver el sangrante conflicto por la oposición tradicional de Rusia y China, mientras los países «moderados» islámicos callan. Aún menos interés despierta la resolución de las guerras fratricidas del África subsahariana.
La Europa de hoy produce la impresión de desguace poco controlado. Los países del sur, cada uno a lo suyo, pusieron su esperanza en una Francia que se las ve y se las desea para mantener el tipo. Hollande no ha dejado de ser del todo la alternativa de quienes no son capaces de hablar con una sola voz (Grecia, Portugal, Italia, España, Chipre). Pero el propio presidente francés volvió a la vieja fórmula de las dos velocidades. Pero, a la chita callando, se ha impuesto ya. Estamos navegando –nadie sabe hacia dónde– a dos o tres velocidades y los países del norte parecen aceptar sin reparos esta situación. Se antoja difícil una radical vuelta atrás, la descomposición absoluta de aquel proyecto, pero no es imposible. De esta falta de anclajes resurgen los nacionalismos, no sólo los nuevos (Escocia o Cataluña, Flandes, por ejemplo), sino también los de naciones consolidadas. Este nuevo mundo que está naciendo y que no acaba de aparecer será, sin duda, muy diferente y Europa deberá adaptarse al papel secundario que ella misma se otorgó, por miedo, al abandonar la vieja idea de una Unión auténtica. Pero estas convulsiones pueden conducirnos también a otras estrategias y escenarios. No siempre el poder económico decide, aunque sea, vista la historia, lo más frecuente. Existen ya otras potencias que pueden poner en un brete esta cada vez más evidente división entre ricos y pobres, el camino de regreso al mundo de las novelas de Dickens. China, por ejemplo, dice mirar hacia la Europa del Bienestar. Sólo hace falta que los europeos decidan, salvado el euro, dar el do de pecho.