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Amistades peligrosas

La Razón
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La red da para mucho. Tengo varios amigos que se han conocido así e incluso un matrimonio que se formó en el ciberespacio, «bajando» discos de las respectivas carpetas. Ese es el lado amable. Después está el aspecto sustitutivo, que tiene su peligro: «Holaaaa, cuánto tiempo...». «¡Prometo verte en cuanto acabe mi nuevo programa de TV, dé 32 conferencias y escriba mi último libro!!!!» (momento en el que una renuncia indefectiblemente a ver al amigo en carne mortal nunca más).
Los hay, incluso, que sólo se saludan en Facebook o Twitter y –colmo de los colmos–, que aprovechan el momento físico del encuentro en una fiesta ¡para hablar de Facebook!: «¡Te respondí a tu último comentario sobre la nieve!». «¿Ah sí? ¡Ahora mismo lo miro! (y el tío saca el iPad y lo comprueba en su muro)». Y luego están los chats y los espacios para buscar pareja, como meetic o edarling. Cada vez que das con una bicoca (rubio, ingeniero, tres idiomas, dos metros) aparece un segundo aún más alto, leído e ingenioso. El amor por catálogo presenta el peligro de la cosificación, porque ¿quién te garantiza que la búsqueda haya sido perfecta y exhaustiva? Conlleva, además, una grosería infinita.
Consuelo dos veces al mes a mi amigo Rubén porque, después de chatear durante dos semanas con Karina, Úrsula o Teresa, éstas cierran el buzón y no vuelven a dejarlo entrar ¡y sin dar explicaciones! ¿Para qué, si para ellas mi amigo no existe y es tan sólo un cuadradito con una sonrisilla? Pero Rubén lo pasa mal, llora y me da la tostada a mí. La red puede llegar a ser –y no la estoy anatematizando– un enorme supermercado de carne humana donde las palabras sustituyen a los pensamientos y los emoticonos a las emociones. Ojo.