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«La invención de Hugo» la reinvención de Scorsese
Una obra maestra. Eso es «La invención de Hugo», que el domingo se bate el cobre con «The artist» en la gala de los Oscar. Estamos seguros de algo: Scorsese merece ganar con esta emocionante declaración de amor al cine
Es una fábula añeja, con el viejo sabor de las películas clásicas, pero con toda la tecnología del siglo XXI. Hay un autómata, un niño huérfano, una estación de ferrocarril antigua, de las de antes, una librería con las baldas repletas de libros y un propietario callado de aire serio pero bondadoso, y un misterio sin desentrañar. Todo resulta asombroso, pero todo resulta sencillo. Lo que podría haber caído en una ocurrencia más, otra métafora de lo fantástico, al final se resume en una historia de sentimientos, reencuentros, ilusiones, sueños y esperanzas. Martin Scorsese homenajea a Georges Méliès, uno de los padres del cine, en su primer filme en 3D –lo que, desde luego, no es ninguna casualidad–. Y lo hace en una película con mucho trasfondo de lecturas y mensajes. Algo que, por ejemplo, no posee «The Artist», un bello lucimiento pero de escaso revestimiento. El nuevo trabajo del director de «Toro salvaje», basado en el libro «La invención de Hugo Cabret» (SM), de Brian Selznick, aterriza hoy en España con 11 nominaciones a los Oscar a sus espaldas. Las merece todas. El libro se convirtió en un éxito desde su lanzamiento. Una prueba es que únicamente en nuestro país ha vendido más de 23.000 ejemplares.
Scorsese empezó a interesarse por la historia cuando vio a uno de sus hijos leer el texto, una aventura que cuenta los avatares y andanzas de un huérfano que vive escondido en los desvanes y alturas de una estación de trenes de la ciudad de París (atentos al arranque: espectacular) que vive con un único deseo: arreglar un antiguo autómata ( una figura mecánica que escribe y trabaja sola). Lo heredó de su padre ( papel interpretado por Jude Law) y está seguro que en su interior está el último mensaje de su progenitor. Pero para hacerlo funcionar, necesita una extraña llave. Para lograrlo tendrá que sortear la amenaza de un gendarme (enamorado de la chica de la floristería) y de su peligroso doberman y, también, la mirada vigilante de un extraño anciano que es propietario de una tienda de antigüedades y objetos inusuales.
La repercusión de la novela fue tal que ya en el momento de su lanzamiento, Scorsese mostró interés por llevar la historia a la gran pantalla. Entre los factores que le pudieron interesar es la combinación de elementos de los álbumes ilustrados, las novelas gráficas y el cine, que logran que su autor expanda los límites del concepto de novela y crear una nueva experiencia lectora. Así, en un original intento por crear un libro fuera de lo común, Selznick juega con las palabras, las ilustraciones y las fotografías a lo largo de 534 páginas. «No es exactamente una novela ni un libro de ilustraciones, tampoco una película; es una combinación de todas estas cosas», explica Selznick. A partir de estas páginas se adentrará en la historia de Hugo, que se dedica a mantener en hora los relojes de la estación de tren y que tiene fama de ladronzuelo: roba en las tiendas comida y coge juguetes para usar las piezas mecánicas y completar el robot.
El secreto del autómata
Un día, un viejo juguetero lo descubre mientras Hugo intenta sustraerle otro artilugio mecánico y su vida cambia para siempre cuando lo conoce, sobre todo, a su hija. Hugo Cabret entenderá entonces el valor de la amistad y encontrará el secreto que esconde el autómata, para, posteriormente, sacar a la luz, sin pretenderlo, la historia real de todas las personas que lo rodean: la hija del juguetero, Isabelle, la niña que guarda la llave del secreto de Hugo; un policía cojo y amargado que intenta siempre echarle el lazo a Hugo; o Etienne, un amante del cine que introducirá a Hugo en el séptimo arte.
Este cuento está inspirado en «Edison's eve: A Magical Quest for Mechanical Life», de Gaby Word, que narra la historia de otro autómata y donde el autor dedica un capítulo entero al director de cine francés, Georges Méliès, quien coleccionaba este tipo de máquinas. Una historia que se enriquece, como se aprecie en el filme de Scorsese, con las continuas referencias que el autor hace a hechos, personajes y películas reales, como un accidente ocurrido en la estación de tren de París, la existencia del propio Méliès (hay que subrayar la excepcional mirada que el director lanza sobre este personaje) y la aparición de las primeras películas, inspiradas en la magia y los sueños, y que se sacaban adelante con ingenio, voluntad y talento más que con medios (ya podrían aprender muchos hoy en día). Por eso, la cinta está salpicada, no sólo de las fotografías que aparecen en la novela, sino con escenas sacadas de películas como «El viaje a la Luna», tan fundamental para el cineasta como demuestra esta producción, y «La llegada de un tren a la estación», que, cuando se estrenó, provocó la huida de los espectadores de las salas porque pensaban que iban a ser arrollados por los vagones. Pero Selznick también usó dibujos elaborados por él mismo, que, inspirándose en personas reales, fue creando para dar vida a sus personajes y que el cineasta recoge.
Lo primero que diseñó el escritor fue la imagen de Hugo Cabret. Para ello se inspiró en un chico real llamado Garret al que descubrió en el Museo de Historia Natural de Nueva York, mientras veía una obra de títeres en la que el autor actuaba. Selznick cuenta cómo ese joven, acompañado de su madre, acudió a su casa y allí, disfrazado, posó para los dibujos de Hugo. El resto lo ha terminado de convertir en leyenda Scorsese, que este domingo podría dar la sorpresa, con permiso de «The artist», a la que parece que no hay quien le tosa, y llevarse alguno de los Oscar «grandes»: su magnífica, extraordinaria película merece eso y más.
Lynch, otro grande que una vez cambió el paso
Hace exactamente doce años, David Lynch sorprendía a medio mundo y demostraba con la tan magistral como nostálgica «Una historia verdadera» que era capaz de contar una película sin recurrir a ese lenguaje cinematográfico suyo tan atípico, extraño y oscuro al que hasta entonces nos tenía acostumbrados. Luego, sin embargo, volvió a lo suyo, porque la cabra siempre termina tirando al monte, aunque esa ya es, y nunca mejor dicho, otra historia. Nos da la impresión de que Martin Scorsese partía de un deseo parecido cuando decidió rodar «La invención de Hugo», y a las sorpresas y aspavientos de sus numerosos fans al conocer entonces la noticia me remito. Con las espaldas bien cargadas de memorables, violentas películas (he ahí «Uno de los nuestros», 1990, y «Casino», 1995), y ya casi setentón, ha tenido la valentía de cambiar totalmente el paso en una producción tan enternecedora como técnicamente espectacular. Eso sí: en el fondo, podría respondernos este simpático y enorme realizador, sigue hablando de otro clan, el que forman los hombres y mujeres del microcosmos que conforma la estación de trenes donde se desarrolla la cinta. Pero, claro, sin mafias ni pistolas o balazos de por medio.
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