Zaragoza
Azaña y los militares
Alas pocas horas de la implantación de la República en España, el recién nombrado ministro de la Guerra, Manuel Azaña, inflingió la primera humillación al estamento militar: por decreto obligó a prestar promesa de fidelidad al nuevo régimen para los profesionales que quisieran continuar la carrera de las armas. El que se opuso pasó directamente al retiro. «Retirado por la ley de Azaña», se podía oír entre los veteranos de aquella época.
Lo más curioso de todo era que la odiada monarquía alfonsina jamás planteó un asunto similar ni puso en tal compromiso a sus militares. Es bien sabido que muchos de ellos eran fervorosos republicanos, que cuando quisieron conspiraron contra el rey y actuaron con las armas para cambiar el régimen. Este decreto puso a los militares, como recordaba el periodista Julio Merino, «...en la encrucijada más radical de su historia: ¡aquel que no esté conmigo incondicionalmente no puede estar en el Ejército...! Así que a prometer fidelidad o a pedir la baja. ¿Demasiado duro? No, demasiado claro. Porque ese fue el objetivo de Azaña: dejar sentado desde el primer momento que ‘‘allí'' mandaba él y que la política militar de la República se haría con o sin los militares del Ejército permanente...».
El siguiente agravio llegó tras su toma de posesión y fue la creación de un gabinete militar dependiente directamente del propio Azaña, apodado por sus adversarios «Gabinete Negro», al mando de un militar ferviente republicano y amigo personal del ministro: el comandante Hernández Saravia. Este gabinete asesoraría al ministro saltándose los órganos previstos por la legislación militar de la época. No deja de ser un contrasentido que Azaña, el adalid que luchó contra la politización de los militares y la devoción al rey de muchos generales –como había escrito en sus ensayos–, se rodeara de militares partidistas acérrimos al llegar al Palacio de Buenavista.
Una serie de decretos-ley en el ámbito castrense fueron conformando un modelo que provocó disgustos entre los militares. Fueron lo que se ha dado en llamar «las humillaciones de Azaña» al estamento militar. La supresión de las Órdenes Militares y de las dignidades de teniente general y capitán general, los ascensos por elección o las modificaciones radicales en la estructura y organización del Ejército fueron hitos que dos meses después de la proclamación de la República estaban cambiando la faz de una institución que, en conjunto, no se sentía republicana.
Cierra la academia de Zaragoza
El ímpetu reformador sin precedentes provocó que cayera una joven institución, un centro de enseñanza militar modélico y firmemente arraigado, pese a su corta historia militar. Este centro de enseñanza era la Academia General Militar, ubicada a las afueras de Zaragoza. Se trataba de un lugar de referencia a nivel europeo, donde el general Francisco Franco Bahamonde, hermano de Ramón, el piloto militar héroe del «Plus Ultra», ferviente republicano y comunista, había plantado la semilla de la educación militar más avanzada de la época.
La convocatoria de exámenes para 1931 fue anulada, y en junio, cuando finalizaba el curso escolar, el gobierno tomó la decisión de echar el cierre. Se afirmó que se tomaba esa decisión debido a «lo desproporcionado de la Academia y su coste con las necesidades presentes y futuras del Ejército», pero lo cierto era que el ministro Azaña estaba en contra de la academia y justificaba su desaparición «por ser ésta benefactora de las clases privilegiadas y refugio de burgueses acomodados».
En el discurso de fin de curso, que era en sí una despedida por la decisión gubernamental de cierre definitivo del establecimiento, el general-director no ofreció a sus alumnos un acto de nostalgia reivindicativa sino una verdadera lección de moral y disciplina militar de alto nivel, que caló hondo en todos los destinatarios.
Entre otras cosas, Franco dijo a sus cadetes: «...En estos momentos, cuando las reformas y nuevas orientaciones militares cierran las puertas de este centro, hemos de elevarnos y sobreponernos, acallando el interno dolor por la desaparición de nuestra obra, pensando con altruismo: se deshace la máquina, pero la obra queda; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que mañana vais a estar en contacto con el soldado, los que los vais a cuidar y a dirigir (...).
¡Disciplina! ... nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina!... que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!... que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Ésta es la disciplina que os inculcamos, ésta es la disciplina que practicamos. Éste es el ejemplo que os ofrecemos».
Fue, sin duda, la mejor lección que recibieron sus alumnos en los tres años de vida del centro de formación zaragozano, algo que no podía dejar pasar por alto el gobierno republicano. Azaña montó en cólera y llamó a su presencia a Franco y le recriminó el discurso, anotando en su hoja de servicios la única nota negativa de toda su carrera militar.
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