San Sebastián
Ingeborg por Cristina López Schlichting
Mis opciones para este artículo eran la cadera del Rey, la jubilación de Guardiola o la subida del paro. Todo en plan ocaso, y no. Así que opté por mi madre. Menudo peñazo, dirán, y se equivocan. Ingeborg Schlichting vino a España a aprender el idioma, y las cartas que enviaba a finales de los 50 a su Hamburgo natal generaban tanta expectación, que los vecinos se agolpaban para escucharlas. Contaba desde Extremadura que aguadores descalzos porteaban desde los pozos el agua para las bañeras de los señoritos. O que estos señoritos la regañaban por enseñar a leer a los analfabetos, que vivían en cuevas. O que San Sebastián era una de las ciudades más elegantes del mundo. O que no acababa de entender por qué los albañiles gritaban cosas al paso de las mujeres en Madrid (tardaría años en descifrar las cochinadas). Hay un arcano que hace que los alemanes caigan rendidos a los pies de nuestro país. Está relacionado con la tortilla de patata, la pintura española, los toros y, en el caso de mi madre, supongo que con la inteligencia apasionada del joven que fue mi padre. Gracias a eso sobrevivió a la diferencia: «Llego a trabajar a las nueve –explicaba–…no hay nadie. A las nueve y cuarto llega el bedel. A las nueve y media las secretarias. A las diez los empleados, tranquilamente. Y a las once, el jefe… justo a la hora en que todo el mundo se va a tomar café. No entiendo». En consecuencia, dio un portazo y se dedicó a tener hijos. Cuatro hijas, para más señas. Porque cada vez que mi padre prometía bautizar «Adolfo» al nasciturus –como su pobre hermano difunto– mi madre se acordaba de Hitler, se ponía de mala leche y paría una hembra. Esta semana pasada los doctores Palazón la han operado. Mi agradecimiento a estos hermanos, excepcionales traumatólogos, que trabajan en trío, como los equilibristas. Los «palazones» han impuesto su autoridad y las lópez-schlichting nos hemos resignado a ver a la capitana en una camilla. Estábamos tan acostumbradas a admirarla en el puente de mando que, mientras la llevaban hacia el quirófano, frágil de repente, perdida en su camisón rosa, nos quedamos como tontas. Y ocurrió algo. De golpe se me reveló el enorme esfuerzo de la emigración, del idioma, la adaptación al medio, la educación de todas nosotras, la lucha por la supervivencia, el trabajo diario, el cuidado complicado de la casa. Se me agolparon en la memoria sus pasos junto a la cama, mis noches de fiebre, las sopas calientes, los guisos ricos, los regalos de cumple, tantos y tantos gestos que no nacieron de la fuerza de una máquina, sino del esfuerzo conmovedor de una mujer pequeña, mucho más pequeña de lo que ella estaría dispuesta a admitir jamás tras su apariencia vigorosa. Reconozco que me enterneció el tamaño de la montaña de abnegación apilada año tras año por mi madre y comprendí, creo que por primera vez de verdad, la densidad de la palabra agradecimiento.
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