Crítica de cine
Liddell contra todos
«Maldito sea el hombre que confía...». Texto, dirección, escenografía y vestuario: Angélica Liddell. Reparto: A. Liddell, Lola Jiménez, Johannes de Silentio, Fabián Augusto Gómez... Festival de Otoño. Naves del Español-Matadero Madrid. 19-V-2011.
Con el inabarcable título de «Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d'alphabetisation», Angélica Liddell ha ordenado su misantropía, generada por decepciones personales vividas en los tres últimos años. Es lícito que el arte surja de los intestinos, y a un texto tan vibrante como el que la autora de «Perro muerto en tintorería: los fuertes» arroja a gritos en esta nueva propuesta, la más estética y confesional que ha vomitado, no se le puede pedir agudeza filosófica. Liddell cataloga sus fobias y ordena su dramaturgia con un A-Z en francés para forjar un ideario vital, que no ideología: su teatro –o algo así– aspira en este caso a saldar cuentas con quienes le arrebataron la inocencia.
O sea, todo el género humano. De eso trata «Maldito sea...»: de la desilusión, la hipocresía y la denuncia. Liddell es una «indignada», aunque sospecho, por sus palabras, entre las que «desconfianza» es la más repetida, que su escepticismo la aleja de la Puerta del Sol. De «dinero» (o sea, «argent») salta a «cromosoma XY», «vida», «utopía», «odio» o «mesa» (para hablar de las comidas familiares que ocultan secretos y abusos), hasta llegar a la Z de «Zidane», desestructurando en el camino a Medina Azahara con la misma equidistancia ácrata con que defenestra a Sarkozy. Aunque fue Alicia durante años –los del «Tríptico de la Aflicción»–, a Liddell le cae ya lejos el País de las Maravillas. Las fieras son víctimas –disecadas, literalmente–, porque el mayor lobo para el hombre es el hombre.
Estreno colérico
Su propuesta sorprende, con momentos de impacto estético, como su tránsito por la candidez, para el que cuenta con nueve niñas en escena; su trabajo con cinco asombrosos acróbatas chinos o su explosión rockera al ritmo de los Rolling Stones, ayudada por el esfuerzo y buen hacer de Lola Jiménez, Johannes de Silentio y Fabián Augusto Gómez. Liddell sigue madurando, creciendo, alejándose de lo que fue, pero sin perder su identidad. Le falta pulir tiempos y abusos: seis repeticiones de una pieza de Schubert, por hermosa que sea, agotan al más devoto espectador. También le falta defender las lecciones éticas desde el ejemplo: montar en cólera en plena función por un fallo eléctrico al grito de «dónde hay un puto técnico» desentona con su discurso de víctima. Ya debería saber lo que es una noche de estreno y bregar con lo que caiga.
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