Literatura

Londres

Alta pornografía

La Razón
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Declaro con antelación que hay muy poca. El producto es minoritario. No me refiero a la escritura licenciosa, ni a la popular «novela verde» sino a la que han abordado ciertas plumas que gozan de prestigio en la Historia de la Literatura, y que han podido ser sólo placer de ricos libertinos y con clase. En ocasiones, he podido gozar de la confianza de algunos afortunados poseedores de mansiones y bibliotecas de rango, y siempre han tenido la atención de revelarme en qué ocultas estanterías se encuentran los libros prohibidos o los tesoros pornográficos, recreo furtivo de antepasados y contemporáneos. No se piense que yo me he pasado la vida yendo de castillo en castillo –como Cocteau o el poeta Rilke–. Sólo en tres ocasiones pasé por semejante eventualidad, dos en Londres y una en Venecia. Me ha parecido un privilegio pasar algunas noches husmeando en ese fino estercolero, con un paquete de cigarrillos y alguna botella de licor al lado. Todo perfecto, el sillón Chester, forrado de cuero, bajo una lámpara potente con pantalla verde. Y silencio.

Pero ¡bah...! Al final, comprobé que todas empezaban por lo mismo, por la gran Biblia pornográfica del Marqués de Sade. Lo demás, en comparación, semeja pacotilla. De gran literatura pornográfica, bien poca cosa: ese condenado librillo, hecho al alimón por Verlaine y Rimbaud, titulado «Hombres», «La Venus de las pieles», de Sacher Masoch, y algunas memorias de lesbianas o cortesanas, muy «licurgas» ellas, pero muy latosas. Aquí puede terminar toda recreación literaria. En el radio de las estampas, los grabados libertinos son un delicado aburrimiento. Y también los frescos romanos. En los libros de brujería erótica, nada hay de excitante. En aquellas bibliotecas patricias, no había literatura pornográfica moderna. Nada comparable a los duros poemas homófilos de Jean Genet.

Pero Sade impresiona siempre, siempre... Es todo un estilo y todo un mundo. Sus «combinaciones» no pueden ser más egoístas y bestiales, trasgresoras y desafiantes, pero secas y puntuales: «Tal cosa sucede, seguida de esta otra». Si bien jalona a cada una con un discursillo de lo más inmoral, que las remacha. Así se debiera escribir una novela, con esa contundencia. Cuando se tiene algo que contar, se cuenta con la mayor economía bíblica. Las murallas de Jericó se hunden en dos o tres frases. Paro ¡ya ven qué catástrofe! Lo mismo le hacen a Justine, y ésta sigue su lastimoso camino, a la espera de otras sevicias. No se deja una sola posibilidad al alcance, de usar, de mancillar, de ofender físicamente a un cuerpo, ya sea femenino o masculino. El lector contemporáneo lee a Sade sin excitarse demasiado, como no sea un adolescente. Pero no puede por menos de quedarse admirado de su imaginario. En «Justine», inventa un convento negro, que tiene la complejidad calculada de una invención de Kafka.

Dije que, en aquellas bibliotecas patricias, no había literatura pornográfica moderna, salvo en una: la casa del cónsul británico, en Venecia, que me la alquiló por vacaciones, mientras reparaban la mía. Allí estaban «Trópico de Cáncer» y «Trópico de Capricornio», de Henry Miller, en donde lo pornográfico no es tema central pues, en conjunto, se trata de una confidencia autobiográfica bastante obscena y desafiante. Pero buena literatura. También me topé allí con algo que ya tenía, pero me alegré de releerlo. Era «Historia del ojo», de Georges Bataille, además de su estudio «El erotismo». La «Historia del ojo» es pornografía de alto diseño, un libro perfecto, escrito por una altísima autoridad académica. Y excita con recursos modernos, como el de las nalgas masturbatorias en el sillín de una bicicleta, la excitación que le produce la muerte de un torero, representada en una barraca de feria, y la momia de un santo. En la biblioteca del cónsul había algunas piezas sobresalientes de literatura pornográfica contemporánea. Digna de mención: «Las once mil vergas», de Apollinaire. Ni los hermanos Marx hubieran inventado algo así. Números y variedades de circo «cochino» hasta el final. Unir la risa a la excitación sexual, es el peligro de esta vanguardia literaria, pero vale la pena.