Nacionalismo
Anónimo
Desatada la campaña internacional de los numerosos «malcontents», la respuesta del hincha español-tipo pasa por reivindicar en público la «única» y «verdadera» patria del Barça y congratularse por sus victorias para, después, contribuir en privado a un turbio desapego, confesado a medias y sólo ante los íntimos: siempre en actitud de arrepentimiento y contradicción. El come-come del «yo era de los que quería que perdiera el Barça» está taladrado por un sentimiento de traición impublicable, más que de incorrección política. Y resulta sentimental y párvulo ante la cordialidad pendenciera de «Goodbye Spain» y otros cánticos al entendimiento. Queda al margen la interpretación del Estado como una superfície comercial donde sólo son recepcionados los boicots que amenazan con hacer desaparecer los pedidos de palés de cava y anchoas de La Escala a través de pirámides de correos en internet. Esta rabia patriótica del fútbol nos remite a un pasado común, hoy resquebrajado por el impulso atrabiliario de Zapatero y su tardío amigo, José Montilla. Hace apenas diez años, la educación política de los nacionalistas catalanes habría ayudado a respetar las fronteras formales de la autonomía en estos estallidos de ánimo deportivo. Con su «laissez faire, laisez passer», ZP ha sacralizado la impunidad ante los ataques a los intereses de la Nación. Como decía Boadella, eficaces equipos de «bomberos pirómanos» al frente de las instituciones trabajan por prender la mecha de la discordia y, a la vez, simular un rápido apagón. Recuerda Juan Villoro que fue Rousseau perseguido y amenazado el que, pudiéndose amparar en el anonimato, decidió estampar la firma con su nombre en la pensión en la que se hospedó tras publicar el «Emilio». Este sentimiento es confuso y vergonzante, pero para parte de la hinchada palpita como el desprecio del amigo.
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