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La Razón
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Miren que una es española hasta la punta de la nariz, que en mi caso ya es decir. Eso sí, no de las muy trascendentes, no muy severa, no muy grave. Una es muy española así de primeras, lo que equivale a decir que muevo mucho las manos, no me molestan las cabezas de gambas en los suelos de los bares y dejo las cosas para el último minuto. Si las cosas de otros me parecen buenas intento no hacer eso tan español de compararlas inmediatamente con algo hecho en casa. Si el vino de fuera es bueno, pues mejor para mí, que prefiero que haya mucho vino bueno a que sólo lo haya en España, que luego se pone por las nubes y hacemos un pan como unas tortas. Me gusta la siesta, me alegro cuando gana Nadal, el soniquete de los niños de San Ildefonso me produce una mezcla de irritación y ternura y cuando vuelvo del extranjero a veces tengo la sensación de que estamos por civilizar. Y, como buena española, tengo una mantita de cuadros de Iberia en casa (que es donde el español medio tiene la mantita robada de Iberia, si es que no la tiene en el maletero del coche). En fin, todo eso que, sin querer, nos pasa a todos los de aquí. Después de mucho pensar sobre mi españolidad, también me ha dado por pensar que estaría dispuesta a cambiar de nacionalidad. O de tenerla doble. Y no se trata de un arrebato tras las declaraciones de la ministra de Fomento, o de una repentina fobia a la gente que habla a voces por los móviles tras imponer su politono-osito-enamorado a toda la cola del autobús, aunque un poco puede que sí. Tampoco es un síndrome de rechazo físico al cainismo patrio, que bien pensado no sé yo por qué no hacen de Caín el patrón de las Españas, que al pobre Santiago le ha caído un papelón. No es eso. No descarto yo, manchega y del Atleti, jurar bandera de un Estado extranjero, con una única condición: que entre sus valores fundamentales, que entre sus imperativos constitucionales figure la buena educación y el respeto a las formas. Y es que se está poniendo la cosa como para irse al exilio, oiga.