Crítica de libros
Drama tragedia farsa
Es verosímil que también sucedan muchas cosas contra lo verosímil». En el drama: sobre escena. Eso escribe Aristóteles. Pero ahora, veinticinco siglos más tarde, el drama es la política: cateta degradación de la «commedia dell'arte». Donde lo más exageradamente inverosímil, se torna en casi seguro.
El «voy a dramatizar» del Presidente ante el entrevistador deleitoso, a nadie debiera haber sorprendido. Hace ya años que trato de analizar la política como sitio escénico: drama. Tragedia algunas veces; comedia, las más; con demasiado frecuencia, farsa. Tras cuya carpintería, ninguna realidad pervive. Todo se juega en la repetición de relatos, que aspiran a funcionar como leyendas básicas, como mitos. Y a disfrazar, así, las identificaciones pasionales más primarias. Que, precisamente como pasiones y precisamente como primarias, son las más peligrosas: las que ponen a los humanos ante la tentación de dejar emerger sus tentaciones más oscuras, las más cargadas de odio. W. H. Auden –que, además de maravilloso poeta, y tal vez por ello, fue un analista social y político sutilísimo– ponía ahí la verdadera capacidad de arrastre y el riesgo apocalíptico de los totalitarismos de entreguerras: sentimentalizar la política; y hacer, así, a los hombres siervos indefensos de la irracional pasión de Estado. El político que logra hacer de su teatro fábrica se sentimientos, de afectos y pasiones –eso, dice el decreto que la regula, que es la asignatura de «Educación para la Ciudadanía»–, juega con fuego. Sobre un barril de pólvora. Nosotros, hombres del siglo XX –que de los afectos políticos hizo la mayor máquina de matar de la historia– debíamos, al menos, saber eso.
Los tiempos de elecciones dan sólo la caricatura de esta concepción –entre operística y circense– de la escena política. Es un daño casi universal de las sociedades modernas. Y el mayor riesgo, sin duda, al cual se enfrenta la democracia en el inicio del siglo XXI: desplazar cualquier realidad fuera del campo de visión de los votantes; poner en su lugar palabras huecas, efectos escénicos ensordecedores, que aspiren a imponer leyendas y a construir esas grandes mitologías capaces de dictar comportamientos. Lo más escalofriante de esta tosca farsa es lo bien que funciona.
La realidad debiera aplastarnos: el Gobierno español de los últimos cuatro años no es analizable en términos ideológicos. Ni siquiera políticos. Sí, en los de una indescriptible incompetencia. Política de patio de colegio, empeñada en tratar a los ciudadanos como a una alegre patulea de menores de edad. Una política de parvulario: nada hay más peligroso. El infantilismo, como doctrina de Estado, es la vía directa a lo peor. La ruina, como mínimo y de entrada. Lo demás, no me atrevo ni a verbalizarlo.
«Voy a dramatizar un poco». «Sí, sí. Eso os conviene mucho». La irresponsabilidad de quienes así juegan con la vida de los otros, hiela el alma. Van a dramatizar, a hacer teatro hasta estragar oído y mente de quien sufre esta representación odiosa. «Pero» –escribe Aristóteles–, «una comedia y una tragedia se escriben con las mismas letras».
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