Galicia

Enfriar en caliente

La Razón
La RazónLa Razón

Un hombre puede volverse violento y matar a otro hombre por culpa de una deuda, por el amor de una mujer o porque le pagan una interesante cantidad a cambio de hacerlo, pero hay ocasiones en las que no son el resentimiento o el dinero, sino el calor, lo que en última instancia precipita los acontecimientos y desemboca en un asesinato. El detective Fuller me dijo en una ocasión que muchos crímenes se habrían evitado si alguien abriese la ventana o conectase a tiempo un ventilador. Según él, un hombre sudado es más peligroso que un tipo recién salido de la ducha, del mismo modo que en un sofocante día de calor las mujeres más frías pierden la compostura, se derrumban y confiesan sus secretos más íntimos tan pronto en comisaría el detective sentado frente a ella en mangas de camisa le retira el abanico. «¿Por qué crees que era perverso Orson Welles? –me preguntó una noche en el Savoy–. Pues era perverso, muchacho, porque estaba grueso y sudaba demasiado. Le ocurría algo parecido al viejo Pavesse. Si se trataba de la vida de un hombre, jamás tomaba una decisión sin cerciorarse antes de que el calor ambiental fuese inferior a veinticuatro grados centígrados. Decía que el calor excesivo despierta los instintos, desata la lengua y merma la inteligencia. En eso estábamos de acuerdo el viejo Pavesse y yo. Ambos sabíamos por experiencia que a partir de cierta temperatura, lo único que funciona razonablemente bien son la sauna, el adulterio y las panaderías». He visto varias veces «Cayo Largo» y creo que la caldeada película de John Huston refuerza la idea del señor Pavesse de que el calor sofocante aumenta de manera considerable la tensión de cualquier disputa, produce obcecación, despierta la desconfianza y facilita las decisiones más terribles. Según el columnista Chester Newman, en todo el Hemisferio Norte sólo los ingleses han dado muestras de ese exquisito equilibrio emocional que a un hombre le permite enfriar en caliente y acatarrarse con su propio sudor. Recuerdo lo que nos dijo Lord Archibald a Ernie Loquasto y a mí con motivo de uno de nuestros encuentros estivales en Galicia: «Ahora ya no es lo mismo, pero cuando éramos un verdadero imperio, lo único que a un auténico caballero inglés le sudaba con el esfuerzo era su mayordomo».