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Falcon Crest Air Force One

La Razón
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Fue una «soap opera» de la televisión norteamericana de los años 80 que arrasó en España. Dos familias de viticultores californianos, los Channing y los Gioberti, vivían como maharajás, desayunaban con diamantes y se despedazaban unos a otros entre sonrisas astutas y espumosos tragos de cabernet sauvignon. A mi madre le encantaban los vestidos que lucían las intérpretes femeninas, que cuando no eran malas malísimas eran sencillamente alcohólicas. Pero siempre iban vestidas de manera espectacular, según la época, con unas hombreras de jugador de rugby que destruirían la libido del Marqués de Sade y un glamour que incluso hoy haría probar el amargo cáliz de la envidia a la vicepresidenta De la Vega, y hasta al sastre de Camps. Ellas eran unas flores de pitiminí, pero en plan Cruela de Vil, y ellos unos capullos. La diversión estaba asegurada. Sucedía en la época Reagan. En aquella serie aparentemente inofensiva ya se estaban incubando los malignos neocones asimétricos que han derrumbado la economía del mundo con su avaricia y han obligado a los héroes contemporáneos –de los que está repleto nuestro Gobierno, y otros allende la mar océana– a luchar por un Nuevo Orden Mundial (Glup). Para más pruebas, la ex mujer de Reagan era la protagonista. Actualmente no dan por la tele Falcon Crest, así que nos hemos de conformar con ver al presidente del gobierno ir a sus mítines en un avión Falcon. Zetapé no es Lorenzo Lamas, el díscolo heredero de la mansión de los Channing, pero dispone de un avión que ya hubiese querido para sí el que luego sería «el rey de las camas». Por motivos de seguridad, claro. A esos pretextos, nadie sensato puede oponerse: todos deseamos que el jefe del Gobierno esté seguro y a salvo. Pero muchos echamos de menos sensatez, sobriedad, austeridad, conductas discretas y ejemplares en nuestros gobernantes, a los que se les supone más juicio y seriedad que a unos personajes de ficción, y que son servidores públicos que deberían gestionar con prudencia y sabiduría nuestro dinero y nuestras vidas. (Llámenme ilusa. Vale).