Nueva Orleans

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La Razón
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El sueño americano, inventado por un francés, estaba en la pelvis de Elvis, en las piernas de neón de los Casinos de Las Vegas y en las películas de cinemascope que sacaban a los paletones de los autos de choque de las ferias de nuestros pueblos para ir a los cines de reestreno. La «force de frappé» de esta conquista mundial americana eran argumentos de peso como la voz de gas de Frank Sinatra -«Yo no vendo voz, nena, yo vendo estilo» -, las sonrisas de las rubiascas de California y los autos de la General Motors en los que podían caber, a elegir, una familia numerosa, un putódromo, una banda de negros de Nueva Orleans y todas las distancias de las autopistas que conectaban la busqueda del «american way of life» con el charco que llegaba para mojarle los pies a la clase media europea. Avistada desde la infancia, América era un sueño de siete cabezas, descomunal para colocarlo en la mesilla de noche, donde brillaban las reproducciones luminosas de las Inmaculadas. En el cosmos de estrellas de juguete que se pegaba en los techos de las habitaciones de los niños para que pudieran dormir, no estaba el dibujo de un Ford: la imagen de aquellas cuatro ruedas se había ido a la habitación del padre, disconforme, a su pesar, con el último Citroen. La General Motors nos gripa este discutible modelo del imaginario colectivo. Aquella tierra de donde importábamos los sueños está en crisis, ha comprometido el 25% de PIB en créditos y deudas y casca en las garantías sociales. Ha empeñado su lucha por la igualdad y los derechos de ciudadanía mientras los lobbys que culebrean por su espina dorsal aplauden la tortura. Bill Gates insiste en llamar «red de oportunidades» a un sistema perverso que obliga a cambiar, once veces (como media) de trabajo en la vida. Encima, ya no cabe soñar con un buga sino con monoplazas para onanistas.