Castilla-La Mancha
Incendios tragedia repetida
La ola de fuegos forestales pone a prueba la respuesta de las administraciones
De nuevo, los incendios forestales han provocado una tragedia que ha conmovido a la sociedad española. Cuatro bomberos fallecieron y otros dos quedaron heridos de máxima gravedad cuando participaban el martes en las tareas de extinción de las llamas que arrasaban la comarca de Horta de Sant Joan (Tarragona), y que todavía ayer no habían sido sofocadas. Las altísimas temperaturas que azotan algunas regiones del territorio nacional dispararon el riesgo potencial de estos siniestros. Ayer mismo, Madrid, Castilla-La Mancha, Cataluña o Navarra eran escenarios de grandes incendios contra los que se había movilizado un buen número de medios materiales y humanos, con especial protagonismo de la Unidad Militar de Emergencias, que está siendo sometida a exigentes misiones en este crudo verano. La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) activó la alerta naranja por máximas de hasta 41 grados y Protección Civil avisó de riesgos de incendios forestales en todo el país. Pese a la envergadura y la gravedad de la amenaza, la primera impresión es que las administraciones parecen haber aprendido de las experiencias y de los errores de años anteriores, ya que los retenes, los helicópteros o los hidroaviones están acudiendo donde se los necesita. Es de justicia reconocer el esfuerzo del Estado y de las comunidades en este terreno. Se ha progresado en los procedimientos de coordinación y en los protocolos de actuación, imprescindibles cuando se trata de atajar y afrontar un siniestro inesperado y condicionado por las cambiantes circunstancias climáticas. La colaboración entre las distintas administraciones ha sido un hecho constatable en los fuegos de estos días. Y, sin embargo, la magnitud de los últimos siniestros, y en especial la muerte de los cuatro bomberos, puede generar dudas en la sociedad española sobre la capacidad de respuesta, la diligencia, la preparación o, sencillamente, sobre si se puede hacer algo más para frenar estas auténticas catástrofes medioambientales, económicas y humanas. Obviamente, existe el factor de la fatalidad que en todo suceso es imprevisible e incontrolable, y que, a falta de que la investigación concluya, pudo ser definitivo, por ejemplo, en la tragedia de Tarragona, donde el súbito cambio en la dirección del viento atrapó a unos hombres experimentados. Y está el elemento humano. Una buena parte de los fuegos en nuestro país son intencionados y otra menor se debe a descuidos o negligencias. Da la impresión de que hay demasiado margen de mejora en la persecución, la detención y el castigo de estos pirómanos que queman los montes y ponen en juego vidas humanas por oscuras motivaciones. No es una labor sencilla, pero la represión de estos delincuentes puede surtir un efecto disuasorio en los potenciales criminales. Los hechos son que, a pesar de la mejora en los dispositivos, de la encomiable labor de los retenes y de la aportación de la UME, el número de grandes fuegos se ha duplicado en lo que va de año, con un aumento de casi 600 hectáreas en la superficie quemada hasta junio. Más allá de años más o menos húmedos o secos, fríos o calurosos, esta realidad es inquietante y nos demuestra que la amenaza siempre está presente, que nunca hay que bajar la guardia, que todo es mejorable, que la prevención y la colaboración ciudadanas son esenciales y, sobre todo, que los responsables no deben olvidar que los fuegos del verano «se apagan» en invierno con la limpieza de los bosques y los montes, algo en lo que no se pone el énfasis necesario.
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