Crítica de libros
La máquina
En la calle Hernán Cortés de Madrid resiste frente al avance de la vanguardia un local repleto de viejas máquinas de escribir, una suerte de cementerio viviente en el que las Olivettis y las Hermes, las Remington y las Underwood, bailan de carril al compás de un hombre con teclas en vez de manos; un tipo empeñado en recuperar el soniquete de ayer frente al machaque de los bip-bip. A día de hoy, todas las máquinas menos una (ahora en poder del aquí firmante por obra y gracia del mejor regalo de cumpleaños jamás visto), están a la venta para que tipos como Sánchez Dragó y otros tarambanas alérgicos al disco duro nos empeñemos en sortear las erratas con chorros de typex en vez de tanto Ctrl+Z facilón. El fenomenal artefacto que aquí nos ocupa es una Olivetti Pluma fechada en tiempos de la posguerra, una pieza de ingeniería también conocida como Máquina de Periodista, ya que por su fácil manejo era la favorita de quienes corrían en pos de la noticia cuando las noticias no saltaban por e-mail. Uno, que siempre ha sentido cierta nostalgia de lo no vivido, cosa absurda si lo piensan pero en fin, planea ahora darle otra vuelta de tuerca al futuro que acecha y convertir esta Olivetti en el mejor portátil del mundo. O sea: en un portátil sin e-mail ni spam, sin google ni wikipedia. Cada día más convencido de que padecemos desde hace tiempo el chamuscado progreso que anunciaba Ray Bradbury en «Fahrenheit 451», quizá acabe así emulando a la mecanógrafa más rápida del planeta, Barbara Blackburn, capaz de aporrear hasta 212 palabras por minuto sin despeinarse las pestañas. La misma mujer que un día fue a la tele para hablar de tal proeza mientras el presentador, David Letterman, se reía de ella a moflete lleno. Por eso, como bien sabrán, lo mejor es no ir nunca a la tele.
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