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Lunáticos de la cultura

El Apollo XI no supuso sólo un gran salto para la humanidad. Convirtió a la luna en un icono de la literatura, el cine y la música 

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Es llamativo que, tras regresar de su viaje espacial, el astronauta Edgar Mitchell, conocido por ser el sexto hombre en pisar la Luna, afirmase no sentirse ya ciudadano de los Estados Unidos, sino de la Tierra. No parece difícil entender por qué, con la llegada a la Luna, la humanidad empezó a mirarse a sí misma a través de unos ojos muy distintos. En primer lugar, una distancia, un límite aparentemente insuperable había caído hasta contraer ese horizonte hasta entonces inalcanzable en un dominio más conquistado por la técnica. Para otros, adquirir la conciencia de ser «ciudadano de la Tierra», como afirmaba Edgar Mitchell, podía implicar valorar nuestro planeta como algo más que el simple telón de fondo o escenario insustancial de la historia de la industrialización y el progreso; significaba observar la Tierra como un fin, como nuestro sostén, una «base» limitada, no infinita, de recursos naturales. Frenesí tecnológicoSin embargo, esta mirada romántica y ecológica a la Tierra vista desde el espacio exterior y como objeto de cuidado global ha quedado oscurecida y sustraída al debate por efecto de nuestro frenesí tecnológico. Un hito dentro de la construcción de esta imaginería espacial fue la película «2001. Una odisea del espacio», de Stanley Kubrick. El filme, realizado en 1968, marcó, antes de la retransmisión televisiva de la llegada a la luna, las coordenadas estéticas de la idea de viaje espacial para varias generaciones, que enseguida vieron en su simbología un modo adecuado para explicar sus nuevas experiencias culturales anti-gravitatorias.La aventura espacial representaba, entre otras cosas, la impensable liberación de los límites terrenales, en este caso, la emancipación juvenil del viejo mundo burgués y autoritario de los padres. Lejos de las graves y angustiadas concepciones existencialistas de décadas anteriores, la imagen del espacio exterior mostraba que el desarraigo podía ser lúdico, hedonista, embriagador. Perdidos en el espacioMuy pronto el lenguaje de la música pop de los sesenta y setenta se sintió identificado con esta experiencia de la ingravidez. También los jóvenes se sentían, como el protagonista de «2001», astronau-tas incomunicados y perdidos en un espacio indiferente. Tampoco ellos se sentían a gusto en la Tierra. Uno de los inspirados por la experiencia de David Bowman, el protagonista de «2001», fue –¿es casualidad el nombre?– David Bowie. Bajo personajes como «Major Tom» o «Ziggy Stardust» o en clásicos como «Starman» o «Space Odditty», el andrógino cantante británico, impresionado por el despliegue imaginativo de «2001», exploró todas estas posibilidades artísticas para la música y la imagen de la época.Ahora bien, por decirlo con las palabras de Milan Kundera en «La insoportable levedad del ser», ¿es de verdad terrible el peso y tan maravillosa la levedad? Cierto, la carga más pesada nos destroza, apunta el novelista checo, nos aplasta contra la tierra pero, ¿no es también relevante que en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desee cargar con el peso del cuerpo del hombre? «La carga más pesada es, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes». Guerra FríaEscéptica hacia este modelo ideal de «gravedad cero» que comenzaba a imponerse en la carrera espacial impulsada durante la Guerra Fría, la pensadora Hannah Arendt, aún conmocionada por el éxito soviético en el lanzamiento del «sputnik», comenzó uno de sus mejores ensayos, «La condición humana», de 1958, en el que reflexionaba sobre este hecho decisivo. El hombre estaba dando pruebas de su poder para dejar «la prisión de la Tierra», frase que se convirtió en un slogan de la época. Para Arendt, el hecho de que, como rezaba un eslogan de la época, «la humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra», le causaba cierta extrañeza. Aunque los cristianos se habían referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad había hasta ahora concebido la Tierra como cárcel del cuerpo humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna. «La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo – preguntaba Arendt–, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?».Se suele decir que cuando el sabio enseña la Luna, el idiota mira al dedo. Sin embargo, es, sin duda, el pensador francés Paul Virilio quien, desde un curioso catolicismo, más ha desenmascarado el sueño espacial, una fascinación contemporánea por la ingravidez que a su modo de ver oculta un desprecio velado hacia la finitud y fragilidad de nuestros cuerpos y raíces. Si el astronauta se ha convertido en el ideal antropológico por excelencia en nuestros días es porque, como él, también nosotros, los nuevos internautas, flotamos en las papeleras intersiderales de la información mientras nos refugiamos en una instalación perfectamente climatizada y blindada frente al continuo riesgo de una atmósfera exterior susceptible de contaminación. En cierto modo, podría decirse que Virilio acepta las palabras pronunciadas por Neil Armstrong, pero dándoles un sentido completamente distinto. Si para el astronauta se trataba de «un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad», para el filósofo es un salto que arruina todo los pequeños pasos humanos. Hito humanoPreocupado por la «contracción del mundo» y la «pérdida de distancias» provocadas por la aceleración tecnológica y la intercomunicación de las redes de información, Virilio utiliza el hito humano de la conquista de la luna como ejemplo de la pérdida de un «espacio» de la tierra a escala humana. Del mismo modo que con el invento del ascensor, la escalera deja de tener sentido, la instantánea de la conquista de la Luna habría eclipsado el significado de la Tierra. A propósito del alunizaje del Apolo XI, Virilio hace notar que el evento no era tanto la retransmisión de imágenes televisadas a más de trescientos mil kilómetros de la Tierra, como «la visión simultánea de la luna en las pantallas y en la ventana». Con esa imagen «en directo» televisada del hombre sobre la luna, la altura por excelencia quedaba bajo nuestros pies. Virilio recuerda lo que les ocurrió a sus héroes a su regreso: Aldrin, víctima de depresiones y de desintoxicaciones varias, terminó muriéndose en un psiquiátrico. Collins, condenado a vivir en una «tierra de nadie», aseguraba haber experimentado la inquietante sensación de presencia y ausencia de la Tierra; el insociable Armstrong, huidizo y paranoico, se refugió en una granja de Ohio con su familia.