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En ocasiones, los medios de comunicación acumulan, sobre las habituales, peores noticias. Desde que ETA decidió seguir matando –y ahora sorprendentemente hasta en su santuario francés– se acumulan infortunios. En Cataluña, hartos del desbarajuste de los trenes de cercanías, se ha palpado, en las multitudes, el sentimiento del desgobierno, ya sea catalán o madrileño: el pasado anarcoide ha de salir por algún lado. Se ha incrementado el número de parados en el pasado mes (y ya van dos); lo de la construcción pone los pelos de punta; en Rusia, Putin, con unas elecciones a su manera, arrasa y Chávez no logra ni convencer a todos los suyos. Todo esto en pocos días, sumado a esa pulsión de muerte que, dicen, nos caracteriza. A poco de otras elecciones, los funerales se convierten en auténticos espectáculos y las manifestaciones masivas o simbólicas se suceden con cierto toque de diversos odios ancestrales que renacen junto a la mala educación. Sí, ahora el informe de PISA nos confirma también lo que ya sabíamos: la enseñanza de nuestros jóvenes deja mucho que desear. Sucede a la que hemos disfrutado siempre, salvo en breves períodos de ilusionado optimismo – entiéndase la relativa generosidad del krausismo o de la Institución Libre de Enseñanza–. Se verá en años. Pero no podemos caer tampoco en el pesimismo que nos llevó derechitos a guerras fratricidas que, pese a las sucesivas transiciones y post-transiciones, parece que nos sigue manteniendo en ascuas: desmemoria histórica. ¿Por qué nuestro tiempo ha de terminar mal? ¿Hay como un «fatum» trágico que nos lleva a desencuentros personales, lingüísticos, económicos, sociales?. Los contemporáneos tenemos siempre la idea de que vivimos los mejores tiempos, puesto que los otros sólo los conocemos de referencia. Sin embargo, este país inacabado y problemático, carente de recursos hídricos y de energía, ha sabido colocarse entre las primeras potencias y se ha ganado el respeto de otros muchos, por recursos, más afortunados. Pese al tufillo de corrupción que no nos abandona, las generaciones que crecieron con el franquismo supieron insuflar un aire distinto a la ciudadanía, ofrecerles esperanzas con lo que se entendió como Transición. Fue un lenitivo, sirvió, pero nunca llegó a curar los males que veníamos arrastrando desde siglos, anteriores a nuestra Guerra Civil. Este país de contrastes violentos, según nos pintaron interesadamente los viajeros extranjeros, no acaba de descubrir el fiel de la balanza. Vivimos siempre descompensados hacia uno u otro lado. Coincidimos en ello con otros tan poderosos como los EE UU, Alemania o hasta la misma Francia de vez en cuando. Pero aquí nuestras capas medias no acaban de descubrir en qué consiste la moderación. Dominan los extremos, aunque sean minoritarios. Tal vez por ello, la prensa española es, sin duda, la más atractiva del Continente, la que acumula peores noticias. Parece como si el español eligiera el masoquismo. Incluso en los programas intrascendentes de falsos famosos televisivos predomina una violencia injustificable. Hay regodeo en la desgracia. Seguimos generando envidias ajenas, pero nuestra confianza en el futuro, incluido el económico, no disminuye, según las estadísticas. Nos llueve lo malo en un mundo incómodo, pero seguimos siendo guapos, los más del orbe.