Literatura

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Última lectura de Proust

Lumen concluye la nueva traducción de «En busca del tiempo perdido», que comenzó en 1999

Última lectura de Proust
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Entre la primera frase con la que Marcel Proust da inicio a «En busca del tiempo perdido» –«Durante mucho tiempo, me acosté temprano»– hasta las últimas palabras, precedidas de tres puntos suspensivos: «... en el tiempo», se extienden siete gruesos volúmenes, unas tres mil páginas, casi quince años de escritura (de 1909 al año 1922). Casi el mismo tiempo que ha utilizado Carlos Manzano para traducir la serie, meticulosamente. No puede haber otra manera con el francés de Proust: «Por el camino de Swann» (1913), «A la sombra de las muchachas en flor» (1919), «El mundo de Guermantes» (1921-22), «Sodoma y Gomorra» (1922-23), «La prisionera», «La fugitiva» y «El tiempo recobrado» (estos tomos publicados de forma póstuma en los años 1925-27).AntecedentesCon este último volumen se cierra la andadura que Manzano y la editorial Lumen emprendieron en 1999, poco después de que Valdemar tuviera la misma iniciativa por medio de Mauro Armiño, que ofreció su versión entre 1995 y 2005. En su momento, muchas fueron las comparaciones entre ambas traducciones, siempre con una referencia distinguida de fondo: la traducción que, en los años veinte, hizo Pedro Salinas junto con José María Quiroga Pla y completó Consuelo Berges en los sesenta para Alianza. Ahora bien, ¿necesitaba renovarse la visión de Salinas para un lector del siglo XXI?: «Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme:"Ya me duermo"». Esta era su traducción, con un sabor antiguo y encantador. Salinas consiguió adueñarse del espíritu artístico de Proust, pero ¿lo ha hecho Manzano, que por otro lado firma una traducción impecable, totalmente acorde con nuestro tono y léxico actuales? El lector, si es que existe un lector de Proust en esta época, tiene su propia respuesta.Aura inmortal«À la recherche du temps perdu» tiene esa aura de clásico inmortal que se arrincona en lujosas tapas en un estante pero que no se abre, ni se lee, ni se goza. Sus largas frases, llenas de subordinadas –que el asmático Proust no podría ni pronunciar sin agotarse–, sus hojas que apenas reposan en puntos y apartes, pueden ser abrumadoras –y se deja la lectura– o embriagantes –y entonces crean adicción–. Bastan algunos ejemplos.En el artículo «La novia perdida», Javier Cercas, al mencionar algunos de sus libros predilectos, cuenta cómo a los veinte años no pasó de las primeras páginas, tal fue el aburrimiento que sintió ante «la desazón enfermiza» del protagonista; sin embargo, pasados unos años, «se convirtió en mi obsesión y los volúmenes de su aventura en una aventura moral que me mantuvo desvelado durante meses». Frente al respeto o temor que puede provocar una obra de tales dimensiones, tal vez haya que hacer un ejercicio de desmitificación y acercarse a Proust como el novelista que expuso los cotilleos de una sociedad, los caracteres burgueses, los sentimientos más ramplones con una exquisitez y profundidad fabulosas. Proust no requiere un lector sobrio, sino uno que beba las páginas para embriagarse, para sentir la fluidez lingüística de sus frases-río, emborracharse de insignificancias y dejarse llevar: estar en trance literario y disfrutar de la perfección con la que habla de los sentimientos humanos.En eso se ocupó Estela Ocampo, que, en «Cinco lecciones de amor proustiano», cuenta cómo se sumergió en su lectura mientras se recuperaba de un accidente que la dejó postrada seis meses: «Mi ritmo cotidiano, retrotraído a un tiempo en el que la lectura debía llenar largas horas vacías, era el más adecuado para "En busca del tiempo perdido". Los siete tomos de la novela fueron un aliado magnífico, y el poder leerlos de corrido, sin interrupciones (...), ponía de relieve la coherencia y la riqueza del universo proustiano». Una coherencia que tiene forma circular, como dijo en una entrevista Eduardo Lago: «Lo termino y lo vuelvo a leer a lo largo de los años, así que en este sentido es un viaje eterno».¿Cómo nació ese viaje? Con titubeos, hacia 1909. Proust no sabía a dónde iba a llevarle su escritura: al ensayo, al estudio filosófico o a lo narrativo. El año anterior había comenzado «Contra Sainte-Beuve» –editado póstumamente–, texto abandonado que sería la plataforma para «En busca...»; no en vano, en la primera página ya surge la tostada mojada en el té que le lleva al tiempo de su niñez y que, en la novela, se convertirá en la magdalena. Este poder evocador, la memoria involuntaria, nacido en un escrito sobre la preponderancia del instinto frente a la inteligencia, será el eje conductor de la serie.Arte para escaparAntoni Marí, que ha relacionado a Proust con Schopenhauer y ha editado «Contra Sainte-Beuve», encuentra el grado máximo de complicidad entre el lector y el autor –lo explica en el texto «Lectura e intimidad»– en un pasaje de «El tiempo recobrado», que cita: «Únicamente por el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que otro ve de este universo que no es el mismo que el nuestro, cuyos paisajes habrían continuado siendo para nosotros tan desconocidos como los que puede haber en la luna».Proust salió de sí mismo –de la soledad y la hipocondría– mediante la propia literatura, y tal vez hayamos de retirarlo de esa torre de marfil donde lo ha colocado el tiempo; su amigo René Meter ya lo hizo –en «Una temporada con Marcel Proust» (Bruguera, 2008)– diciendo de él que fue un ser indulgente y burlón, altruista e individualista... como «un niño, de un infantilismo delicioso pero contrarrestado por una erudición, y sobre todo por una experiencia innata, cuyo arte y refinamiento lo rebasaba todo».

Nada pedanteCarlos Manzano viajaba en un avión cuando leyó en el «Herald Tribune» que los derechos de autor de Proust habían pasado a dominio público. Fue entonces cuando pensó traducir «En busca del tiempo perdido», de la que había otras versiones inacabadas o anticuadas (Salinas, Julio Gómez de la Serna, Mauricio Mesegué, Estela Canto). Primero se lo propuso a Tusquets; luego fue Enrique Murillo quien se lo ofreció a Manzano. El proyecto quedó en un cajón hasta que en 1998 fue de nuevo él quien se lo planteó a Lumen (por entonces ya en el conglomerado de Random House Mondadori), que aceptó. «Querían que lo hiciera tranquilamente, un volumen al año y me puse a ello, dos meses por año, porque, además, no es verdad que traducir a Proust sea difícil, al contrario. Es de los más fáciles por su vocabulario claro y porque, en contra de lo que se cree, no es nada pedante», dice Carlos Manzano.