Zaragoza
Una historia que no tiene final
l asunto parece absolutamente explorado y, a la vez, genera nuevas historias de continuo, de forma casi ascendente a medida que nos alejamos de aquella funesta época y nos instalamos en la presurosa tecnosociedad del siglo XXI. Dicho asunto no es otro que el del fascismo y sus mil y un temas adyacentes. Ya sea en forma de textos de autores centroeuropeos que sufrieron a los nazis y la Segunda Guerra Mundial, ya sea bajo la perspectiva moderna que recrea los años treinta y cuarenta en torno a las dictaduras alemana, italiana y española, lo cierto es que la sobresaturación de bibliografía ensayística y narrativa, lejos de cansar el lector de a pie, sigue atrayéndolo como un imán.
Hace poco, en la colosal «Los hundidos» (editorial Destino), Daniel Mendelsohn se centraba, tras el hallazgo de unas cartas de su abuelo, en el destino de seis víctimas del Holocausto para, desde lo singular, asumir el fatal destino de seis millones de muertos. Pasan los años, fallecen los padres de nuestros padres, las voces de aquel momento se apagan, y entonces entra la imaginación del novelista, que se viste de historiador, que pone movimiento a los maniquíes prototípicos del contexto: en «Dientes de leche», el militar que añora los tiempos revueltos, y su nieto, llamado a levantar el brazo de forma inercética como un pequeño «fascio» sin conciencia.
La buena memoria
Éste último, Juan Cameroni –y así arranca la novela–, se ve en una instantánea de los años setenta, junto a su abuelo Raffaele, un día en que acudieron a un homenaje a los italianos caídos en la Guerra Civil española: «La imagen del nieto y el abuelo vestidos de fascistas tenía de todas formas algo de parodia, de una parodia involuntaria en la que un niño remeda la grandiosidad de los gestos de un viejo y la reduce a lo que de verdad es, simple y hueca afectación» (pág. 17).
De este modo, Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) rebusca en ese baúl de recuerdos congelados que es un álbum fotográfico para levantar una historia pariente de su anterior obra, «Enterrar a los muertos», en donde se introducía en la relación que mantuvieron el narrador estadounidense John Dos Passos y su traductor al español, el republicano José Robles, desaparecido en 1937.
No comprendo el porqué del epígrafe elegido por el autor: «El mundo es hermoso porque hay de todo», de Pavese; además de simple, creo que no encaja con una obra como ésta, que no pretende ni buscar lo bello entre lo siniestro ni celebrar la tragicómica totalidad de la existencia. De hecho, se trata de un texto cerrado y asentado en pilares sólidos y efectivos, tal vez demasiado convencionales: el socorrido «flash back» inicial, el ritmo de crónica social con datos objetivos, el seguimiento de una familia fascista instalada en España a lo largo del segundo tercio del siglo XX, son elementos que afianzan el texto en su orden y corrección pero que le restan tensión novelesca al conjunto.
Es incuestionable el oficio de Pisón a la hora de novelar ese periodo, o el de la Transición española en «El tiempo de las mujeres» (2003) –su época, admite, la que vio de niño y adolescente–, y me disculpo por consumir líneas hablando del pasado literario de Pisón, pero es que no puedo evitar el recuerdo de los cuentos de «Antofagasta» (1987) o «El fin de los buenos tiempos» (1994). En aquellos textos, surgía un protagonista propio de su presente, rico psicológicamente hablando, y el estilo del novelista era brillante y seductor; ahora lo estético está a expensas del argumento estructurado, y el tono narrativo que busca –el de una sobriedad que evite sentimentalismos– colmará las expectativas de cierto tipo de lector; otros, sin embargo, preferiríamos ver representados en sus obras –a Pisón le sobra talento para ello– ese complejo punto medio entre un argumento atractivo y un estilo que retomara sus años iniciales formativos como escritor.
Toni MONTESINOS
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