Historia
Indigenismo
El empeño de López Obrador de que Felipe VI pida perdón es la consecuencia de su fracaso. El presidente mexicano ha recibido las primeras protestas debido al incumplimiento de sus promesas sociales, a su intento de política plebiscitaria típicamente populista, y a que el proyecto del «Tren Maya» disgusta a las comunidades indígenas. La salida ha sido abrazar el indigenismo como un modo, artificial y pretencioso, de unificar a un país muy dividido, y de señalar enemigos exteriores inexistentes, como España.
El indigenismo nació en la década de 1940 de la mano del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, quien convocó el Primer Congreso Indigenista Interamericano. El movimiento imitó al nacionalismo tardío europeo, y al desarrollado posteriormente en la India organizado contra el modelo colonial británico: un pueblo indígena con su propio gobierno que recuperase la cultura autóctona ocultada por los occidentales. El indigenismo se convirtió en la política oficial de los Estados firmantes, como México, Colombia, Bolivia, Brasil o Perú, quienes establecieron el Día del Aborigen Americano cada 19 de abril.
En la década de 1960 el indigenismo tomó una derivada marxista. La intención era vincular la democracia liberal y el capitalismo con formas de opresión impuestas por los Imperios europeos. Frente a la explotación capitalista occidental, decían, se levantaba el indigenismo, considerado como la recuperación de la cultura propia, comunalista, ajena a las presiones del modo de vida capitalista.
El imperialismo colonialista reproducía la lucha de clases, aseguraban, que se traducía en el enfrentamiento entre los capitalistas –conquistadores y explotadores europeos– y los trabajadores –indígenas alienados–. El relato concordaba, además, con los movimientos de liberación nacional de los 60. Por eso, la «liberación» no era solo política, sino que precisaba de la recuperación de las costumbres étnicas, lingüísticas y religiosas que permitieran la emancipación del indígena. Era un movimiento identitario, anticapitalista, antiimperialista y antioccidental, de exaltación de los pueblos originarios que tomó la izquierda latinoamericana.
Este indigenismo requería políticas para resarcir «siglos de explotación» por parte de los blancos capitalistas; es decir, una discriminación positiva que acabó traduciéndose en dos cosas: la creación de una red clientelar con subvenciones, y en la mitificación del pasado, siguiendo el clásico ciclo palingenésico de muerte y resurrección, de Edén perdido por Occidente, y la obligación histórica y política de recuperarlo. Ahora ese indigenismo ha pasado a Estados Unidos, donde Mitch O’Farrell ha conseguido que en Los Ángeles se elimine el Columbus Day, o que se derriben estatuas o tapen cuadros de Colón para no herir sentimientos. Nada dicen de la práctica extinción de los indígenas del Norte.
El mito de este indigenismo es que América era un paraíso de paz y prosperidad hasta que llegaron los españoles a matar y saquear. La realidad histórica es distinta a lo que dice el indigenismo.
El imperio azteca se construyó sobre la esclavización y el robo a los pueblos indígenas más débiles, de los que vivían y a los que sacrificaban por miles al año –el llamado «Holocausto azteca»–, e incluso comían. En Tenochtitlán se ha encontrado la torre de calaveras de la que habló Hernán Cortés, con más de cien mil cabezas. España fue el único país que dio leyes de protección a los indígenas, a los que llevó la tecnología, la Universidad y el cristianismo.
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