Internacional

Un confinamiento en ultramar (XLII): Un judío de Tréveris

Lo mejor a medio plazo, bueno, de aquí a dos meses, no se corresponde con lo que el público reclama para mañana a mediodía»

An employee takes passengers' body temperature amid the coronavirus disease outbreak in Moscow
Un empleado del Metro de Moscú aguarda para tomar la temperatura a los pasajeros ante un retrato de Karl MarxSHAMIL ZHUMATOVReuters

De 60.000 a 80.000 muertos acumulados el 1 de agosto. De 90.000 a 134.000. En el peor escenario, 240.000. Los números suben en un bacarrá de luto. Los modelos matemáticos y las proyecciones, que hace una semana revisaban el apocalipsis a la baja, que daba pista las estimaciones menos desmedidas, dibujan ya un panorama impenetrable, hostil, feroz como las bolsas de plástico que cobijan los cadáveres apilados a orillas del Hudson, muelle 13, cerca de casa. Incluso Donald Trump, que siente un aprecio más que dudoso por los hechos, ha estimado necesario reconocer el cachondeo fúnebre. Según datos de la Universidad John Hopkins, en EE.UU. mueren varios miles al día. Ni se aplana la curva ni hay forma de mitigar la abrumadora percepción de desbarajuste que transmite el gobierno adicto al drama, puro márketing. Consustancial al ejercicio del poder es la necesidad de conservarlo. Lo mejor a medio plazo, bueno, de aquí a dos meses, no se corresponde con lo que el público reclama para mañana a mediodía.

El paro, lejos de ser una criatura mitológica o literaria, una novela de John Steinbeck o una fotografía de Dorothea Lange, tiene la contundente arboladura de los números muy reales. 30 millones de parias apuntados al desempleo. Imposible hacer la cuenta de todos los que ni siquiera se molestan, los inmigrantes sin papeles, los de la economía sumergida, los que trabajan por su cuenta sin beneficios. Un panorama asombroso. Insoportable en un país hipnotizado por las historias de éxito, adicto a la prosperidad, con una historia épica a pesar de las desigualdades, cuando los economistas invocaban el espectro de la Gilded Age. Normal que ayer, 5 de mayo, sonará en redes el aniversario del judío de Tréveris, Karl Heinrich Marx, que reventó la moral de los esclavos, levantó a los obreros, apostó por la razón, el comercio, la ciencia, condenó las supersticiones, los cuentos de brujas, y del que Raúl del Pozo escribió hace muchos años, en El Independiente, que «se le busca desde el Mar de la China al Mar Báltico porque tuvo un hijo con una criada y enseñó a los hombres vagos, ignorantes y desheredados a organizarse para hundir las patrias, las monarquías y las religiones». Se me ha ocurrido comentar que me parece buen momento para releer, entre los parados que llenarán los comedores sociales y los comercios que chapan, los artículos de Schumpeter, que en el soberbio volumen que publicó la editorial Página Indómita, donde reúne dos de sus textos principales sobre Marx (La doctrina marxiana y El Manifiesto comunista en la sociología y la economía) escribe que «La mayoría de las creaciones del intelecto o la fantasía desaparecen para siempre tras un plazo que varía entre una sobremesa y una generación. Algunas, sin embargo, no lo hacen; sufren eclipses, pero terminan regresando (...). A estas obras bien podemos llamarlas las grandes creaciones —y no es un inconveniente de nuestra definición el que se vincule la grandeza con la vitalidad—. En este sentido, tal es sin duda el calificativo que debe aplicarse al mensaje de Marx. Pero hay una ventaja adicional en el hecho de definir la grandeza según la capacidad de renacer: con ello, se hace independiente de nuestro amor o nuestro odio. No es necesario que creamos que un gran logro debe por fuerza ser una fuente de luz o de perfección […]; podemos considerarlo fundamentalmente erróneo o discrepar de él en diversos puntos particulares. En el caso del sistema marxiano, tal juicio adverso o incluso una refutación exacta, al no lograr herir mortalmente a la obra, solo sirven para resaltar el poderío de la construcción». El autor de El manifiesto... y El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte sigue vigente, por más que en su nombre construyeran un paraíso en la tierra que nació como epopeya y acabó en genocidio. Los de la ortodoxia analítica, los locos del catecismo marxiano, los que ahora, en su nombre, dan la barrila con entelequias posmodernas, multiculturalismo, identidad y moral de las víctimas segregadas no pueden tapar que muchas de sus ideas fueron completamente asimiladas. El capitalismo y la democracia no se irán a ningún sitio por mucha pandemia que venga. Pero si la crisis explota veremos otra vez a los escolásticos de la rabia, con su mochila de bodrios antisistema, dinamiteros de las libertades y enemigos del comercio, por decirlo con Escohotado, que no creen en el empirismo y celebran la hecatombe como los especialistas en tragedias que son. Los perros del hambre aúllan y el judío prófugo, permanentemente vilipendiado, en cuyo nombre hablaron tantos locos, tantos tiranos, susurra verdades a pesar del doctrinarismo.