África
África: gloria y caída de los viejos dictadores
Mugabe es sólo el último de los sátrapas del continente en abandonar el poder tras décadas de abusos, pero un puñado resiste en el poder.
Mugabe es sólo el último de los sátrapas del continente en abandonar el poder tras décadas de abusos, pero un puñado resiste en el poder.
«Al Emperador le estaban quitando el suelo de debajo de los pies y él miraba hacia el techo». Esta cita de la obra «Los vivos y los muertos» de Ignacio García May encaja a la perfección con el panorama actual de África, un continente que asiste a la caída de sus dictadores como si de héroes trágicos se tratara. Edipos ciegos incapaces de ver la realidad; borrachos de poder, adictos a la posibilidad del error, personajes engrandecidos que resultarían fascinantes si no fuera por la bofetada de consecuencias: los miles de muertos que no pertenecen a la ficción, víctimas de las extravagancias de unos personajes sedientos de pasar a la posteridad como héroes.
Después que en septiembre el enfermo y anciano Jose Eduardo Dos Santos renunciase a la presidencia de Angola, país que gobernó desde 1979, le ha llegado ahora el turno a Robert Mugabe, 37 años al frente de Zimbabue. Se advierte una vez más lo que sucede cuando el poder de una nación recae sobre una sola persona. Podría bien tratarse de un personaje shakesperiano: un Julio César, un héroe que tratando de liberar a su pueblo se dejó seducir por la ambición desmesurada y por la convicción de ser irremplazable «(...) Pues siempre soy César». Mientras su mujer, Grace, utilizaba el banco central del Gobierno como cuenta personal, Mugabe llegó a defender su derecho a ser presidente «hasta que Dios me llame».
La lista es larga. Idi Amín, dictador de Uganda entre 1971 y 1979, podría pasar también por un personaje literario; un Calígula sádico, cruel. Un grandullón prendiéndole fuego a un hormiguero, su país, y regocijándose ante la imagen de las hormigas huyendo espantadas. La película «El último rey de Escocia» refleja bien su personalidad grotesca. «Me gusta la carne humana porque es más blanda y salada», solía decir el dictador que llegó al poder con un golpe de Estado destituyendo a Milton Obote y ofreciendo una oleada de esperanza al pueblo. El optimismo se desvaneció enseguida, Idi Amín asumió todos los poderes, incluso el de verdugo. Durante los ocho años que estuvo en el poder murieron más de 300.000 personas, se rodeó de más de 23.000 guardaespaldas y acató órdenes divinas que recibió en sueños. Uganda quedó sumida en una profunda crisis económica mientras que Idi Amín permaneció en un lujoso exilio en Arabia Saudí, donde murió en su propia cama pacíficamente.
Muamar Gadafi, líder de Libia entre 1969 y 2011 y uno de los fundadores de la Unión Africana, sigue siendo considerado por muchos un héroe de la resistencia anticolonialista, otro personaje trágico que acabó en la ignominia. ¿Su pecado? De nuevo el exceso; disparates entrelazados que le condujeron al abismo: mujeres violadas, entre las que se encontraban miembros de su «guardia amazónica» y asesinatos en masa son los principales crímenes del dictador que llegó al poder con 27 años después de dirigir un golpe de Estado en el que derrocó a la monarquía. Prometió una distribución de los bienes basada en la igualdad y la equidad, pero sus apariciones públicas, propias de una estrafalaria estrella del rock en las que se autoproclamaba «el rey de los reyes africanos» costaban millones del supuesto presupuesto público. Su Ejército mal organizado, sus patrocinios a grupos terroristas internacionales, entre ellos el IRA irlandés o ETA en España, y la dicotomía que siguió a su apertura a las corporaciones capitalistas le costaron el pescuezo. Y es que la igualdad y la equidad quedaron rezagadas en un país que se abrió a las inversiones petroleras, provocando una gravísima brecha de clases sociales; los ricos lo eran cada vez más y los pobres ardieron en revolución.
Yahya Jammeh podría resultar gracioso si perteneciera al terreno de la ficción. Sin embargo el que fuera dictador de Gambia entre 1994 y 2017 ha sido responsable del derramamiento de sangre de miles de personas. En 2009, Amnistía Internacional denunció la abducción de más de mil ciudadanos acusados de brujería a los que el Gobierno obligó a beber veneno en centros de detención. Las excentricidades del dictador llegaron al campo de la medicina: afirmó haber encontrado la cura del VIH con un mejunje herbal. Tampoco se quedó corto en la esfera de la diplomacia; mandó literalmente al carajo al entonces secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, por investigar la muerte del líder de la oposición Solo Sadeng, y declaró en varias ocasiones que sería el líder de Gambia por un billón de años si Alá se lo pidiera. Amenazó con decapitar a los homosexuales y acabar con ellos, como pretendía acabar con los mosquitos causantes de malaria. La deuda de Gambia, después de que Jammeh se exiliara, alcanzó el billón de dólares.
Estos son tan sólo ejemplos entre muchos. Las primaveras árabes se llevaron también a unos cuantos. Está por ver que los dictadores que aún se niegan a soltar el mando se identifiquen con las caídas precedentes y asuman que «los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte».
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