Alemania
«Bienvenidos a Múnich»
Los sirios se sienten aliviados al llegar a Alemania pero no olvidan de dónde vienen
Nos hemos levantado con fiebre y gatroenteritis. Las dos noches en campos de refugiados a la intemperie han pasado factura. A primera hora de la mañana, nos acercamos a la estación de Budapest para lograr nuestro ansiado pasaje a Alemania. Para nuestra desilusión, en el andén nos topamos con la enésima aglomeración frente a un cordón policial. En medio del tumulto se forma una tangana entre dos de los refugiados. «Me ha vendido un billete falso para Viena», se queja uno de ellos. Ya no hay vuelta atrás y se marcha resignado. Cuando vamos a comprar el billete a Austria, la vendedora tras la ventanilla –que nos confunden con sirios– nos informa de que sólo puede vendernos pasaje hasta Hegyeshalom, la última ciudad húngara antes de la frontera austriaca. Ése será el último escollo para evitar que la Policía húngara nos tome las huellas dactilares.
Por ese motivo, muchos refugiados optan por comprar billetes a Viena o Múnich a los traficantes, con el riesgo de ser estafados. Los más adinerados, como el grupo con el que viajamos días atrás, nos cuentan por mensaje que pagaron 500 euros cada uno por un taxi de Budapest a Viena. Otros estarán dispuestos a meterse en un camión para cruzar la frontera. En la cola del tren la Policía húngara nos espeta la última muestra de desprecio. «¿Por qué nos tratan así?», se pregunta indignada Aftab Naseri, ya dentro de uno de los vagones destinado exclusivamente a los refugiados. Esta joven iraní huyó junto a su novio, Mohu Sali, de su país por la amenaza de su Gobierno. «Hacemos música electrónica y en Irán te matan por eso», explica.
La pareja, con rastras y piercings, relata cómo el Gobierno iraní persigue a los que no cumplen sus cánones de conducta: «Te acusan de algún delito que nos has cometido, te meten en la cárcel, donde a veces te matan. La familia ni siquiera recibe tu cuerpo». Sobre el viaje, Aftab recuerda con enfado todos los «obstáculos» que se han encontrado, especialmente el trato de las autoridades y los intentos de engaño por parte de las mafias. «En Irán tu vida no vale nada. Aquí en Europa tu vida vale lo que llevas en el bolsillo», afirma. En medio de la charla nos damos cuenta de que hemos llegado a Hegyeshalom, nuestro teórico destino. Casi nadie se baja y tampoco suben agentes. El tren arranca y a los pocos metros descubrimos que ya estamos en Austria, casi sin enterarnos. Respiramos con alivio por haber dejado atrás la pesadilla de Hungría. No hay efusividad, más bien confusión. Muchos no llevan pasaje a Viena, pero siguen adelante.
Un revisor pasa sin pedirnos el billete, de forma intencionada. Entonces el vagón comienza a relajarse. Algunos niños corren por el pasillo y juegan con la puerta automática. Otros duermen. Al cruzar los Alpes, un padre señala a lo lejos a su hijo una montaña. Es la primera vez que ven la nieve. «Estamos muy cansados, no hemos dormido en una semana», asiente Mohamed, quien se dirige a Fráncfort, donde hace un año que vive su hermano mayor. Junto a él viaja su otro hermano, el pequeño Abdalatif. «Quiero ir a la Universidad y terminar mi carrera de Arquitectura», cuenta el joven sirio. «Ni siquiera quiero quedarme en Alemania. En cuanto acabe todo, volveré a mi país para ayudar a reconstruirlo», explica. A Mohamed, la dureza del viaje le ha quitado todas las esperanzas: «Nos han hecho pasar un sufrimiento innecesario. Nos han dejado claro que aquí no somos bienvenidos». Al bajar en Múnich nos recibe un fuerte despliegue policial en el que varios agentes nos indican nuestro camino, separado del resto. La cara de ilusión de los que aguardaban impacientes en la puerta del vagón se borra en segundos. Nos guían hasta una salida donde unos muchachos con uniforme naranja nos van dando paso entre carteles de «Bienvenidos a Múnich». Los jóvenes voluntarios no son los agentes húngaros, pero el fin es el mismo: llevarnos a un campo de refugiados. Allí pasaremos entre dos y tres días mientras deciden nuestra ciudad de destino. Luego el proceso de asilo puede durar entre dos y seis meses. Algunos refugiados se dan cuenta de la situación y escapan –sin que nadie oponga resistencia– por debajo de la valla. Paradójicamente, uno de los voluntarios asegura, inocente, que «en Alemania todo el mundo se puede mover libremente».
Desde Atenas a Múnich nos hemos gastado 300 euros, 1.000 euros si hubiésemos recurrido a los traficantes. Hemos recorrido 2.000 km en cinco días, cuando en coche se tardan 20 horas. Hemos atravesado cinco fronteras: dos caminando y una corriendo. Nadie alza los brazos al llegar a Alemania. Al otro lado de la valla algunos curiosos hacen fotos con sus móviles. Somos extraños en esa tierra.
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