Elecciones en Estados Unidos
Clinton y Trump, entre lo «malo y lo peor»
Los dos son antagónicos y sólo comparten sus bajos índices de popularidad. El republicano tiene que demostrar en la campaña que posee madera de líder, y la demócrata busca suavizar su imagen de candidata fría y calculadora
Los dos son antagónicos y sólo comparten sus bajos índices de popularidad. El republicano tiene que demostrar en la campaña que posee madera de líder, y la demócrata busca suavizar su imagen de candidata fría y calculadora
Tras casi un año de primarias sólo sobreviven dos contrincantes. Hillary Clinton hizo historia esta semana al confirmarse como la primera mujer que aspira a la presidencia de EE UU, justamente 32 años después de que Geraldine Ferraro tratara en vano de alcanzar la vicepresidencia. Y mientras Bernie Sanders medita cuándo y cómo rendirse, Hillary ya ha recibido la bendición de Obama, que daba así el pistoletazo de la precampaña. No hay tiempo para malgastar, por cuanto Trump tiene el camino expedito desde hace semanas.
Serán unas elecciones despiadadas, feroces en lo dialéctico. Clinton precisa compensar su pose glacial con cuidados puyazos sentimentales. Trump debe corroborar que, más allá del guirigay que arrastra, posee el metal de un líder. Dos proyectos, y dos figuras, irreconciliables. Hillary cuenta con el apoyo de las mujeres de mediana edad, los negros y los latinos. Trump con los evangelistas y los blancos empobrecidos del Sur y el Medio Oeste. Ambos codician el voto joven. Sus asesores tratan de reanimar una popularidad bajo cero. Sus jefes arrastran los peores índices de cualquier candidato en décadas. Ése es, realmente, el rasgo que comparten. Una formidable capacidad, épica, para alimentar odios. A Hillary, seca, desapegada, dura, le falta carisma. A Trump le sobra, aunque sea el suyo un magnetismo radiactivo, capaz de enfrentarle con los elefantes de su partido. Desde la familia Bush y la aristocracia republicana a Mitt Romney y John McCain, la mayoría de los barones mataría por otro candidato. Claro que, tal y como explicaba el politólogo Charles Franklin al «New York Times», los números de Trump y Clinton mejoran sustancialmente cuando se pregunta a sus potenciales votantes.
En realidad casi daría igual quién esté al frente: por grave que sea la ojeriza, responde al desacostumbrado clima bélico de la política estadounidense. Una guerra fratricida, exacerbada en los últimos años, y de la que algún día debieran de responder algunos líderes republicanos. Tan obcecados en torpedear la presidencia de Obama que primero botaron un movimiento, el Tea Party, que corroía buena parte de sus valores, y posteriormente, merced al disruptivo caldo de cultivo que ellos mismos crearon, iban a posibilitar la irrupción de una figura como Trump.
Si atendemos a sus propuestas, al tuétano de los programas, las diferencias Clinton vs. Trump resultan acuciantes. Ella aspira a prolongar las políticas del que fuera su jefe de gabinete mientras ejercía de secretaria de Estado. Él promete desmantelar las alianzas internacionales que, arguye, perjudican al país y/o parasitan su generosidad. Una y otra vez, Trump amenazó a los viejos socios del exterior; en cambio, regala piropos entre líderes de cuestionable pedigrí democrático, verbigracia su admirado Vladimir Putin. Firme partidario de revocar los tratados de libre comercio, tanto con México y Canadá como con la región de Asia/Pacífico, promete subidas y bajadas de impuestos en función del foro que lo escuche, y promete taponar la sangría social provocada por la deslocalización de empresas. En cuestiones morales, de la sanidad pública al aborto, el multimillonario está mucho más cerca de la sensibilidad demócrata que del fervor místico de los cristianos evangélicos. De alguna forma Trump podría reformular el esquema clásico de las guerras culturales, omnipresentes en el debate ideológico desde hace treinta años.
Queda, finalmente, la cuestión del estilo. Hillary Clinton abandera una campaña clásica. La acompaña una nube de asesores. Dispone de un capital casi ilimitado para publicidad. Maneja como pocos las urdimbres del análisis de datos y las redes sociales. Trump lo fía todo al instinto. Trabaja junto a un equipo mucho más reducido. No tiene prisa en contratar anuncios de televisión. Desprecia los resortes convencionales para apelar al votante. Lo suyo consiste en ubicarse frente al micrófono o el teclado y después disparar a quemarropa. Su impulsividad le ha jugado malas pasadas, pero también ha contribuido a perfilarle como un tipo único. Improbable. Irrepetible. Impredecible. Alguien que, sin haberlo leído, firmaría el juicio que Norman Mailer dio acerca de la televisión y sus secretos cuando una noche, allá en los 60, comprendió que sus elaboradas respuestas en un debate ante las cámaras fueron arrasadas por la cortante puntería de Truman Capote: «¿Qué interés podían manifestar los televidentes en un tema cuya exposición absorbía cinco minutos? Se trataba de algo que ellos no eran capaces de hacer... De modo que preferían a personas de respuestas directas, K.O., fulminantes, perlas de un solo golpe. No existe hombre o mujer de la calle que no produzca de vez en cuando una perla». Por eso, concluyó melancólico, habían preferido a Capote. Haría bien en aplicarse el cuento Clinton, especialista en réplicas barrocas, colmadas de tecnicismos, y por tanto víctima ideal frente al rey rubio de la ingeniosidad y el libelo.
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