Roma
El día que fuimos europeos
La incorporación a Europa fue el gran objetivo nacional, un desafío histórico. Durante el largo régimen de Franco, los españoles no pasábamos de ser, como mucho, europeos de segunda, aunque fuera el español Salvador de Madariaga uno de los impulsores de la Unión. No faltaban los que consideraban que África empezaba en los Pirineos. Era doloroso sentir la exclusión en el rostro, o la conmiseración, si viajabas más arriba, aunque fuera para ver en Montpellier «El último tango en París» o para peregrinar a Lourdes. Pero, sobre todo, sentíamos envidia, al contemplar las luces del progreso y de la libertad. Seguramente esa larga espera ha hecho que ahora, cuando más arrecia el temporal antieuropeo, hasta en los países fundadores de la Comunidad, y cuando Gran Bretaña toma el portante y se va, seamos los españoles los más entusiastas y fiables europeístas.
Cuando el 12 de junio de 1985, en el Salón de Columnas del Palacio Real, en un acto solemne presidido por el Rey Juan Carlos y el entonces presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors, el presidente Felipe González estampaba su firma en el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas, se había cumplido el largo sueño europeo de los españoles. Bien podía sonar en tan noble recinto el Himno a la Alegría. Nunca una decisión de ese calibre histórico había sido recibida con tanta unanimidad. Por una vez, todas las fuerzas políticas estaban de acuerdo en algo. El Congreso de los Diputados lo aprobó sin un solo voto en contra. Y el 1 de enero de 1986, España y Portugal entraban de la mano a formar parte de lo que pronto se llamaría la Unión Europea. Ese día España terminaba formalmente de salir del aislamiento internacional al que le había condenado la Declaración de Potsdam de agosto de 1945. Por fin, éramos europeos. Con la incorporación a la Europa comunitaria se afianzaba la joven democracia española y se iniciaba una época de transformación económica y de progreso hasta entonces inimaginable.
Para llegar hasta aquí, el camino había sido largo y escabroso, no exento de dificultades hasta el final. España empezó a llamar a las puertas de Europa en 1962, en tiempos de Franco, con el católico Castiella de ministro de Asuntos Exteriores. La solicitud de adhesión fue rechazada sin discusión porque el país no cumplía una de las primeras condiciones de los socios: gozar de un sistema democrático. A pesar de ello, durante varios años funcionarios españoles y comunitarios negociaron aspectos prácticos en los despachos de Bruselas. Hubo un momento en que Francia y Alemania, en plena liberalización de la economía española, se mostraron favorables a admitir a España en el club como Estado asociado; pero Bélgica e Italia se opusieron. La negociación se ciñó a partir de entonces exclusivamente a intereses económicos, y en 1970, cuando se iniciaba el declive del régimen franquista y el príncipe Juan Carlos acababa de ser designado sucesor a título de Rey, se firmó un Acuerdo Preferente, que suponía, sobre todo, una reducción de aranceles entre la CEE y España. Un pequeño paso en la buena dirección.
Fue con la llegada de la democracia cuando España salió de su ensimismamiento y se abrió al exterior. Uno de los primeros objetivos del presidente Suárez fue normalizar las relaciones con todos los Estados de la Tierra en una frenética actividad diplomática. Pero el objetivo principal fue la incorporación a Europa. Dos semanas después de las primeras elecciones, el 26 de junio de 1977 España solicitaba formalmente la adhesión, siendo Marcelino Oreja ministro de Asuntos Exteriores. La Comisión Europea no tenía prisa. Entre sus miembros había algunos que no se fiaban del rumbo de la democracia española recién estrenada. Los propios socialistas españoles incitaban a la desconfianza en las poderosas cancillerías de titularidad socialdemócrata. Descalificar a Adolfo Suárez por sus orígenes políticos estaba a la orden del día dentro y fuera. Además las relaciones de Suárez con el presidente francés Valery Giscard d’Estaing nunca fueron buenas, lo que no ayudó a impulsar la entrada. Así que hasta un año después la Comisión no aprobó el comienzo de las negociaciones. Se iniciaron el 5 de febrero de 1979, de la mano de Leopoldo Calvo-Sotelo, que había sido designado ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas. En Bruselas siguieron actuando con desesperante cautela. La competencia española con su producción agrícola y ganadera era el mayor obstáculo. Pero también seguían los temores políticos. El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 convenció a los dirigentes europeos de que había que acelerar las negociaciones para consolidar la democracia en España. Pero durante la breve presidencia de Calvo-Sotelo el objetivo principal en política exterior fue la incorporación de España a la OTAN.
El rotundo triunfo del PSOE en las elecciones del 28 de octubre de 1982 abría ya de par en par las puertas de Europa, sobre todo después de que el Gobierno socialista rectificara su «OTAN, de entrada no» y defendiera en un referéndum un tanto esperpéntico la antes denostada adhesión de España a la Alianza Atlántica. España se afianzaba así como un país seguro, bien integrado en el modelo occidental. Superados, pues, los obstáculos políticos, la negociación se ciñó a los aspectos económicos. Entraba en juego de lleno el mundo de los intereses, especialmente la competencia de los productos agrícolas y ganaderos españoles en el mercado europeo. Había que hacer concesiones. De hecho, la entrada en Europa castigó sobre todo a la España del interior, agrícola y ganadera.
La negociación concluía el 29 de marzo de 1985 después de 61 rondas de conversaciones. Por parte española encabezó la delegación Manuel Marín. Los últimos flecos se cerraron el 6 de junio, unos días antes de la firma en el Palacio de Oriente. Felipe González dijo aquel día en tan solemne ocasión: «España aporta su saber de nación vieja y su entusiasmo de pueblo joven con la convicción de que un futuro de unidad es el único posible». En los tiempos que corren no está mal recordarlo.
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