Internacional

El enésimo juguete roto

La Razón
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César Vidal

Lo llamaron el Tigre sus admiradores, el Cara piña los que los despreciaban y Toni el Breve, sus compañeros. Ninguno de los apodos compendiaba su personalidad. Educado en la Escuela de las Américas como tantos dictadores y represores del continente, comprendió muy pronto que la misión de las Fuerzas armadas no era combatir en el frente sino servir de policía en el orden engendrado por la guerra fría. Fue así como llegó a la cúspide del ejército sin haber luchado en conflicto alguno. Le bastó con controlar los servicios de inteligencia de Torrijos, un curioso dictador que permitía las elecciones, cierta libertad de prensa y una oposición de papel. No sorprende que Felipe González confesara a algún periodista cercano que a él le gustaría imponer en España un régimen semejante al de Torrijos. Al fin y a la postre, el socialista español aguantó más en el poder porque Torrijos murió en circunstancias no del todo explicadas, pero que relacionaron el óbito con el interés de Estados Unidos por colocar en el timón panameño a alguien más dócil. Como Trujillo o Saddam Hussein, Noriega parecía la elección adecuada en ese momento. A fin de cuenta, controlaba los servicios secretos, había recibido entrenamiento con oficiales del Norte e incluso se encontraba en la nómina de la CIA. Como tantos de “nuestros hijos de perra” – por citar la sincera expresión de Roosevelt – a Noriega se le perdonaron no pocas circunstancias bochornosas incluido el que, como Fidel Castro o los sandinistas, aumentara su fortuna gracias al narcotraficante Pablo Escobar. Sin embargo, también como otros dictadores no supo entender que el mundo era más ancho que su nación y que la potencia que lo había afianzado en el poder podía llegar a considerarlo más un incordio que un recurso. Si Noriega se hubiera retirado entonces, es posible que hubiera podido disfrutar de sus millones sin mayores problemas. Al aferrarse al poder, colocó la cabeza en el tajo. George Bush no tuvo mucho problema en justificar la invasión de Panamá con el argumento, sólo verdadero a medias, de que estaba combatiendo el narcotráfico del que tantos beneficios obtenía Noriega. Mientras se veía venir la llegada de los marines, Noriega ordenó emitir por la radio fragmentos de Las venas abiertas de América latina de Eduardo Galeano. Eran emisiones que concluían con una frase: “Y las venas de América Latina siguen abiertas”. Jugaba la carta anti-imperialista, pero no le sirvió de nada. El mismo nuncio le indicó que lo mejor que podía hacer era entregarse. Extraditado a Estados Unidos, fue condenado. En la cárcel, comenzó a leer en la Biblia y se cuenta que experimentó una conversión. Quizá era sincera, pero no le abrió las puertas de la prisión. Por el contrario, pareció existir un acusado interés en que no volviera a ser un hombre libre. Tras la condena norteamericana, vino la francesa y tras ésta, el envío a Panamá para ser procesado por supuestos crímenes relacionados con la violación de derechos humanos. Ha muerto llevándose sus secretos a la tumba igual que tantos otros juguetes rotos de las grandes potencias.