Internacional
El exilio afila los cuchillos
Los expatriados sólo admitirán la apertura de relaciones con Cuba si el régimen apuesta por la democracia
Todo comenzó con la victoria de Trump. No habían pasado unas horas cuando el exilio cubano en el sur de la Florida se atribuía un papel decisivo en el triunfo del candidato republicano y además exigía un cambio de la política seguida por Obama hacia Cuba. Como señaló Juan Manuel Cao en su programa televisivo «El Espejo», se alegraba de la derrota de los demócratas porque se la merecían. Estas exigencias parecieron encontrar eco en Trump cuando éste nombró como asesor para Cuba a Mauricio Claver-Carone, uno de los especialistas en la dictadura castrista y nada complaciente en sus juicios. Esas reivindicaciones se han convertido en auténtico clamor con el anuncio de la muerte de Fidel Castro. La congresista Ileana Ros Lehtinen –que anunció públicamente su rechazo a Trump durante las últimas elecciones– se apresuró a tuitear: «El tirano Castro ha muerto y por fin puede comenzar un nuevo futuro de libertad y democracia en Cuba».
Ros Lehtinen necesita conservar la base electoral que la ha mantenido en el Congreso durante prácticamente un cuarto de siglo, y más cuando no pocos de sus votantes han visto con resquemor cómo la hija de la congresista ha decidido convertirse en hombre y paladín del «lobby» gay. Igualmente condenatorio se manifestó un histórico del exilio como Lincoln Diaz-Balart. Los Diaz-Balart son una familia emparentada con la primera esposa de Fidel Castro y se han manifestado totalmente opuestos a la dictadura cubana, con la excepción de uno de sus miembros, que vive en España y que, paradójicamente, ha estado en estrecha relación con la denominada Memoria Histórica impulsada por la alcaldesa Carmena. Para Lincoln Díaz-Balart el legado de Castro se resume en «una destrucción económica absoluta, prisiones políticas, asesinatos y exilios en masa y una discriminación brutal como el apartheid».
Fueron los primeros en saltar a la palestra, pero no los únicos. El republicano Carlos Curbelo anunciaba también que «el fallecimiento del dictador pone punto y final a un largo y doloroso capítulo en la historia de Cuba. Seguimos solidarios con los cubanos». El sábado por la mañana, mientras las calles estaban rebosantes de cubanos que celebraban la muerte de Castro, los congresistas Ileana Ros-Lehtinen, Mario Díaz-Balart y Carlos Curbelo, acompañados del antiguo congresista Lincoln Díaz-Balart, convocaron una rueda de prensa en la que anunciaron su compromiso de mantener la lucha en favor de la libertad del pueblo cubano. En otras palabras, esperaban del nuevo presidente que presionara a Cuba para que avanzara en el respeto a los derechos humanos. A la misma línea se fueron sumando otros. Marcos Rubio, que fue reelegido recientemente como senador de Florida y que se enfrentó con Trump en las primarias, ha afirmado que el régimen implantado por Castro convirtió Cuba «en una empobrecida isla-prisión», de la que tuvieron que huir «millones de cubanos», mientras que los opositores acabaron en una cárcel o una tumba. Rubio ha insistido en que la muerte de Fidel, desgraciadamente, no va a significar el final de la dictadura y en que el Congreso y la nueva Administración deben apoyar al pueblo cubano en «su lucha por la libertad y los derechos humanos básicos».
Un mensaje semejante ha sido el comunicado por otro de los derrotados por Trump, el senador de Texas Ted Cruz, que lamentó que la muerte de Castro «no podrá devolver a la vida a sus miles de víctimas, ni darle consuelo a sus familias». Y no se trata sólo de los políticos. Los opositores radicados en Florida han insistido en el mismo mensaje. Es el caso de Ramón Saúl Sánchez, dirigente del Movimiento Democracia, que ha enfatizado que la muerte de Castro no va a significar la «libertad del pueblo» y la prueba está en que el poder ha estado en manos de Raúl desde 2006.
Más allá de las declaraciones de buenas intenciones, ¿qué espera el exilio cubano? Y, por añadidura, ¿qué puede obtener con la presidencia de Trump? Lo que espera es el derrocamiento de la dictadura castrista. Si para ello hay que recurrir a revertir la apertura de relaciones diplomáticas, a endurecer el embargo ya levantado o incluso a una intervención similar a las de las revoluciones de colores en el este de Europa o a las primaveras árabes, resulta incluso secundario. Lo que reclaman es el final del régimen, y para conseguirlo, piden que el Legislativo y la Casa Blanca se involucren. Para forzar sus deseos apelan a la gratitud que Trump debería mostrarles por el triunfo en Florida, a las enérgicas declaraciones del presidente electo y a la oportunidad que significaría la muerte de Castro. En apariencia, la posibilidad existe, pero, en la práctica, la correlación de fuerzas apunta en la dirección contraria.
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