Moscú
El líder que creció entre los escombros del orgullo ruso
Putin cerró el jueves cuatro horas de maratón televisivo con una calculada perorata sobre «el sentido del hombre ruso». Su explicación, que incluyó menciones a la metafísica y a la genética, resulta tan ridícula escuchada desde fuera como efectiva puertas adentro. Y es que el ciudadano ruso es por definición orgulloso y está preocupado por el papel de su país en el mundo que, para bien o para mal, Putin mediante, hoy vuelve a ser protagonista. Desde su ascenso al poder en el año 2000, pero muy especialmente desde su regreso a la presidencia en mayo de 2012, Putin se ha erigido en escultor de un nuevo patriotismo ruso, apelando a un supuesto orgullo de gran nación herida tras la caída de la URSS. Un patriotismo que ahora capitaliza en las encuestas de popularidad, en las que toca picos históricos pese a la preocupante desaceleración económica del país (inédita entre los BRICS).
Por otra parte, hay pocos factores que unan tanto a un pueblo como el fantasma de un enemigo común, y ese enemigo vuelve a ser EE UU, no tanto en forma de amenaza militar directa como lo fuese otrora, sino de choque continuo de intereses en el tablero internacional. De los discursos de Putin en los últimos meses se desprende un ánimo de revancha, con insistentes menciones a supuestas afrentas americanas a Rusia y sus aliados tras la caída del bloque comunista. El mismo revisionismo histórico que eleva a Stalin a la categoría de hombre de Estado y señala a Gorbachov como traidor a la patria. Sirva como ejemplo que miembros del grupo parlamentario Rusia Unida, el de Putin, presentaron la semana pasada una propuesta para procesar a Gorbachov acusado de «destruir la URSS». En el mismo capítulo de iniciativas rocambolescas encontramos el intento por recuperar Alaska, vendida por el Zar a EE UU en 1867.
Fanfarrias patrióticas
Desactivada toda competencia interior con una oposición fragmentada y Jodorkovski deportado de facto (uno de los pocos que podía hacer sombra), nadie duda que Putin seguirá en el poder hasta por lo menos 2020. Así, el presidente concentra sus desvelos en política exterior, la que entiende que determinará su papel en la historia. En el último año ha presentado lo que considera tres grandes victorias de diplomacia internacional. La primera, el acuerdo para el desarme químico del Gobierno sirio, que le valió esa surrealista candidatura al Nobel de la Paz. El segundo, el asilo concedido al ex analista de la CIA Edward Snowden, con el que Putin se presenta como poco menos que garante de la privacidad y las libertades al acoger al azote del espionaje estadounidense. Una privacidad y libertades, las que defiende Snowden, que en muchos casos brillan por su ausencia en la propia Rusia. Sirva de ejemplo el espionaje masivo de comunicaciones antes y durante los JJOO de Sochi, que amparado en la seguridad antiterrorista sirvió para monitorizar y prevenir cualquier expresión opositora. Y como tercera gran victoria exterior Putin presenta la «reunificación» de Crimea, y es que la palabra «anexión» ha desaparecido del libro de estilo de los medios afines al Kremlin, es decir, la mayoría. La incorporación de la península, una reivindicación histórica desde la descomposición de la URSS, ha supuesto por el momento el culmen del mandato de Putin (escenificado con fanfarrias en el Palacio del Kremlin) y ha disparado los niveles de patriotismo en el país. Sólo hay que darse un paseo por el centro de Moscú, donde restaurantes y tiendas se han animado a engalanar de forma permanente sus escaparates con banderas nacionales, moda hasta la fecha inédita. La pregunta ahora es, ¿qué nuevas victorias en política exterior puede presentar Putin tras Crimea para mantener viva en la opinión pública la llama del patriotismo? El mundo mira al este de Ucrania.
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