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Disturbios

El populismo sale a la calle

La Razón
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Hace ya bastante tiempo que se habla del populismo en Europa y de su auge electoral en la mayoría de nuestros países. Lo que está pasando en Francia con los «chalecos amarillos» es un síntoma nuevo y bastante más peligroso de esta misma enfermedad de nuestras democracias. El populismo ya no se limita a ser una forma de pensar «mal» y de votar «peor», sino que se está convirtiendo en una revuelta popular capaz de amenazar el orden público y la estabilidad de las instituciones.

Las razones que explican por qué hemos llegado a este extremo son conocidas y numerosas. Su variedad participa de la dificultad que hay en responder a un movimiento tan contradictorio.

Francia es probablemente uno de los países de Europa con el mejor sistema de protección social pero también es el que más gasta para ello. Ningún gobierno, sea de derecha o de izquierda, se ha atrevido a reducir estos gastos porque forzosamente implicaría reducir los beneficios. Dado que no se puede devaluar la moneda, no ha habido más remedio que subir los impuestos año tras año para seguir financiando estos gastos hasta un nivel ya inacceptable para las categorías más afectadas. El movimiento de los «chalecos amarillos» es pues, en la raíz, una revuelta fiscal. Pero no es tan sencillo: cada uno tiene una razón muy personal para querer pagar menos impuestos, sin dejar, claro, de disfrutar del sistema. Luchar contra el cambio climático está muy bien pero si, para eso, hay que pagar más para llenar el tanque del coche no vale. Al no haber respondido desde el principio a las protestas, el Gobierno de Emmanuel Macron ha perdido el control. Se han ido acumulando las reivindicaciones, muchas de ellas contradictorias, hasta el punto de que los «chalecos amarillos» –que no tienen ninguna organización capaz de representarlos– no saben ellos mismos lo que realmente quieren. Igual que los partidarios del Brexit que sí quieren los beneficios de la Union Europea sin sus costes, los rebeldes vestidos de amarillo quieren más beneficios sociales y mejores servicios públicos, pero quieren sobre todo pagar menos impuestos.

Por su actitud tecnocrática, elitista y parisina, el Gobierno ha conseguido un resultado sorprendente: a las clases medias perjudicadas en las provincias se están juntando las categorías con todo tipo de agravios, desde los jóvenes en los colegios hasta los pensionistas, muchos de los cuales nunca en su vida se habían manifestado. Los dos populismos organizados, la extrema izquierda y la extrema derecha, se aprovechan de la ambigüedad ideológica de los «chalecos amarillos».

Las redes sociales y los canales de televisión en directo tienen un papel sin precedentes para movilizar a gente despolitizada, y juegan un papel similar al que tuvieron durante la Primavera Árabe. Con Facebook, los «chalecos amarillos» disponen de una capacidad de desbordamiento de las organizaciones sociales tradicionales como los sindicatos o las asociaciones de ciudadanos pero carecen de un instrumento para estructurar su movimiento.

A la falta de sentido político de los gobernantes se suma su torpeza en gestionar el orden público. Desde hace tres semanas, cada sábado, el centro de París se transforma en un campo de batalla. Poco antes de Navidad la ciudad de las luces está en estado de sitio cada fin de semana para que los violentos que se aprovechan del caos puedan pelearse con la policía antidisturbios, quemar coches y saquear escaparates como si estuviéramos en aquel mes de mayo de hace cincuenta años.

A la hora de escribir este artículo, no se vislumbra la salida de la crisis. El diálogo no se ha establecido ya que faltan interlocutores con capacidad de negociar con las autoridades. Emmanuel Macron se ha revelado políticamente muy débil, lo cual no debería de sorprendernos. Al fin y al cabo su base electoral es muy estrecha: solo sacó el 24% de los votos en la primera vuelta de las presidenciales de 2017 y su popularidad nunca creció entre los franceses a pesar de su victoria contra Marine Le Pen. Si esta crisis no se acaba pronto, el programa de reforma del presidente Macron ya no se podrá aplicar. El joven dirigente que hace tan sólo 18 meses parecía aportar en Europa una respuesta alentadora a los populistas acabaría siendo un rotundo fracaso.