Restringido
¿Hay algo que pueda curar a México de sí mismo?
He sido maestro durante treinta años. Paso mis días en compañía de estudiantes. Mi felicidad es enorme. Admiro su curiosidad, su perseverancia, su pasión. Cuando salgo del salón de clase, pienso en mis propios maestros en el México de los setenta. Aprendí de ellos que el mundo tiene una estructura moral, que el salón de clase es un laboratorio donde aprendemos de nuestros errores. Lloro por la matanza, el 26 de septiembre, de cerca de 50 estudiantes, en Ayotzinapa, en Iguala, en el estado mexicano de Guerrero. No conocí a ninguno de ellos. Pero sé bien que eran jóvenes normalistas, es decir que soñaban con ser maestros como yo.
Ese sueño ha quedado interrumpido. Los efectos de esa tragedia los pagaremos todos los mexicanos porque cada vez que alguien mata a un estudiante, clava un cuchillo en el futuro.
Que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, esté implicado en la masacre no es una sorpresa. Tampoco lo es que su esposa tenga lazos cercanos con uno de los cárteles de la zona. Todo el mundo sabe que la Policía cometió esta atrocidad. El problema es qué hacer al respecto. Aprendemos en el salón de clase que nuestra sociedad está basada en el concepto de justicia: quien comete un delito tiene que ser juzgado ante un cuerpo legal neutral que dictaminará su castigo. Ese cuerpo legal requiere de una fuerza policial que lo defienda. ¿Qué ocurre cuando la autoridad misma representa el mal? A esto se debe que el México actual sea visto frecuentemente como una de las antecámaras del infierno. El país atraviesa por un periodo de desintegración moral. La justicia es una farsa y los estudiantes son acribillados impunemente. ¿En quién puede la ciudadanía tener confianza? La historia moderna de México está marcada por la muerte arbitraria de estudiantes. La más famosa es la de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en 1968, antes de las Olimpiadas. Fue decretada por un sector del Gobierno que buscaba silenciar a los jóvenes que reclamaban la libertad en la época en que el PRI reinaba invicto desde 1929. Los malos en ese momento eran los políticos con un deseo insaciable de poder.
En la actualidad, los descendientes de esos políticos son títeres. La autoridad que antes tenían ha sido arrebatada por los narcotraficantes. Esos narcotraficantes pagan a las autoridades para que los dejen tranquilos. Es un arreglo que termina enriqueciendo a ambos lados y destruyendo la confianza ciudadana. La inmunidad es prueba fehaciente: de vez en cuando se arresta al cabecilla de un cártel y se reproduce su fotografía en la cárcel. Pero esa cabecilla es remplazada por otra y al final nada cambia. Es inquietante pensar en las semejanzas entre esa relación entre
políticos, policía y narcotraficantes en México y la de los terroristas, la Policía y los gobiernos en Afganistán, Paquistán, Líbano, Yemen y otros países en la civilización árabe. Las diferencias en realidad no son profundas. Por eso lloro por los estudiantes acribillados en Iguala, cuyos cuerpos fueron primero incinerados y luego abultados de forma infame en una fosa común. Lloro porque su muerte será en vano y porque nuestra desidia convierte el terror en un acto común. Estas lágrimas se tornan en vergüenza. México –mi México– es un lugar donde la generosidad no tiene límite. ¿Cómo llegamos a tal desgracia? ¿Hay algo que pueda curarnos de nosotros mismos? El futuro de México ha perdido a casi cincuenta maestros. Veo sus rostros en los de mis estudiantes, que mañana se encargarán de la enseñanza como yo lo hago hoy. Pido un minuto de silencio en todos los salones de clase del mundo.
*Titular de la cátedra Lewis-Sebring de cultura latina y latinoamericana en el Amherst College de Massachusetts. Autor, junto a Juan Villoro, del libro «El ojo en la nuca»
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