Muere Fidel Castro
La forja de un tirano
Durante más de 50 años mantuvo con mano dura un régimen despiadado que ocultó bajo el exotismo caribeño una versión arreglada del comunismo más retrógrado.
Juan Romero todavía recordaba la fecha del 8 de febrero de 1959 y el gran espectáculo de la Plaza de Marte, en La Habana. Fidel se acababa de autoproclamar líder máximo de la Revolución. De pronto, una paloma blanca se posó, dócil, sobre el hombro del comandante, desatando la admiración de la masa... Pocos sabían que, apenas un metro detrás de la tribuna del orador, un antiguo suboficial de la sección colombófila del Ejército mantenía bien sujeto a un hermoso macho de paloma para que actuara de reclamo. Juan Romero, que en su juventud fue miembro del Directorio Revolucionario que luchó contra Batista, hasta que su padre, emigrante español en Cuba, lo envió a Madrid para quitarle de en medio, no consideraba que tuviera importancia dilucidar si Fidel fue siempre comunista o se apuntó a la secta impulsado por las circunstancias. El último día que hablé con él, pocos meses antes de que le alcanzara la muerte durante un viaje a Miami, ya le daba igual. «Lo cierto es que la mayoría de los que conspirábamos contra Batista ni éramos marxistas ni teníamos la menor intención de serlo».
En efecto, no eran comunistas la mayoría de sus amigos del Directorio que se batieron en La Habana y a los que recordaba: José Antonio Echeverria y Fructuoso Rodríguez, muertos en 1957 en el asalto al palacio presidencial; Francisco Rodríguez Corzo, el hijo del panadero español del colegio de Belén, fusilado más tarde por Fidel; Faure Chomón, al que compraron los Castro con la Embajada en Moscú, y Laureano Batista, que era, además, el jefe de las juventudes de Acción Católica y acabó en Miami, tildado de «gusano». Así terminaron muchos; compartiendo el exilio con los antiguos verdugos. «No deja de ser una ironía –se sonreía Juan–. Si yo acabé en Madrid y me convertí en secretario de Prensa de la Embajada, si compartí habitación y tragos con el Che Guevara en el paseo de La Habana, fue porque un capitán de la Policía, Sánchez Ventura, nos cruzó una noche la «perseguidora» (vehículo radiopatrulla) a Laureano y a mí. Era un tipo temido. Se bajó y nos dijo que éramos buena gente, pero que estábamos comprometidos con elementos negativos y que si nos pillaba en otra nos partía los cojones, así, textualmente. Mi padre tiró de contactos, supo lo que había y, cuarenta y ocho horas después, me metió en un avión». El capitán y Laureano acabarían compartiendo nostalgias en Miami. Juan tendría de vecino al propio Fulgencio Batista, que hoy reposa en la madrileña Sacramental de San Isidro.
En la revolución, por supuesto, había comunistas declarados –el propio Raúl Castro, sin ir más lejos– y otros que se cubrían en la indefinición. Pero el tiempo acabaría por poner a cada uno en su sitio. Juan Romero recordaba al Che, en su primer viaje a Madrid, en la entrevista que concedió a los directores de «Abc», «Pueblo» y «Arriba», insistiendo en que su movimiento perseguía una especie de «nacionalismo social», próximo al movimiento de los países no alineados.
–Eso es nacionalsocialismo, le replicó el director de «Arriba», Jesús Suevos, que era falangista.
–No, yo no soy nazista.
Y ahí terminó la conversación. El camuflaje de la «tercera vía» duró poco, ni dos años. Lo que tardó Fidel Castro en expropiar a los terratenientes azucareros y a las grandes petroleras yankis, y lo que tardaron los norteamericanos en apretarle las clavijas. Se destapó: «Siempre he sido marxista, leninista y revolucionario, y lo seré hasta el final de mis días». Estaba en la cresta de la ola. Había derrotado la invasión de bahía Cochinos, firmado el acuerdo con la Unión Soviética y desarticulado con mano de hierro cualquier oposición interna. Ya no necesitaba presidentes y primeros ministros de quita y pon que hicieran de fachada, dimisiones tácticas ni componendas. Ya habían desaparecido Camilo Cienfuegos, muerto en un extraño accidenente aéreo, y Huber Matos, acusado de traidor y encarcelado. Eran los únicos comandantes de la Revolución que le podían hacer sombra y que, desde luego, no eran comunistas. Ya estaban en el exilio Miró Cardona y Urrutia, los políticos de la primera hora. También estaban muertos, en prisión o huidos los jóvenes idealistas burgueses del Directorio Revolucionario. La Iglesia lo excomulgó. A él, que cuando huía del fracasado asalto al cuartel de Moncada, buscó refugio bajo la sotana de monseñor Pérez Sedantes, gallego y amigo de su padre, no le gustó, y se declaró ateo. Las promesas de elecciones libres, del retorno a la Constitución del 40, de la construcción de un estado democrático, se hicieron humo. Y todo ello, en una sociedad en la que estaba muy arraigado el anticomunismo y con unas oligarquías dirigentes que sólo habían pretendido deshacerse de un dictador que no era de su clase. Un espadón que, suficientemente enriquecido, se dio el piro con la familia en cuanto se olió la tostada que le preparaban sus viejos patrocinadores. Nada personal. Que se jodan la Esso, la Texas Oil Company y la Shell.
Y Fidel creó la dictadura perfecta.Tan perfecta, que ha sobrevivido a la caída de la Unión Soviética y al colapso económico. A la explosión de las redes sociales, a la globalización y a la misma razón. Pero es que Fidel siempre supo explotar con maestría otro instrumento: el sentimiento antinorteamericano que anida con fuerza al sur del Río Bravo. Y no sólo en esa latitud. Era el preferido de la izquierda exquisita –Sartre y Beauvoir, entre otros–, de esos europeos tan soberbios a quienes los americanos tuieron que salvar de los nazis. Porque ese odio sin límites a Estados Unidos que él encarnaba; ese ajuste de cuentas con la historia –hijo y nieto del Desastre, a fin de cuentas– consiguió hacer extraños compañeros de cama. Pero existió otro factor. Lo tiene descrito Carlos Alberto Montaner, que de esto sabe mucho: «Ocurrió que los cubanos en general, aunque distaban mucho de tener simpatías por los comunistas, tampoco sentían mucho respeto por las instituciones republicanas, tal vez porque la clase política tradicional había dado muestras de tener muy poco respeto al imperio de la Ley». Que hubo resistencia interna, por supuesto. Sobre todo entre los pequeños campesinos expropiados en la vuelta de tuerca de la segunda reforma agraria. Pero siete mil fusilamientos, cuarenta mil encarcelados y un millón en el exilio, fue más de lo que los cubanos pudieron soportar. Y sin que nadie les ayudara. Pero es que Washington y Moscú habían firmado un pacto tras la crisis de los misiles. Un pacto que decía que a Fidel Castro no se le podía tocar. Y no le tocaron. Sólo la muerte.
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