Tiroteos en Estados Unidos
Luto en Las Vegas: El enigma de Stephen Paddock
Nadie en EE UU se explica aún cómo un jubilado millonario apiló durante meses un arsenal de armas pesadas para cometer el mayor tiroteo de la historia del país sin levantar sospechas. Ni siquiera encaja en el perfil de persona fracasada propio de los asesinos de masas
Nadie en EE UU se explica aún cómo un jubilado millonario apiló durante meses un arsenal de armas pesadas para cometer el mayor tiroteo de la historia del país sin levantar sospechas. Ni siquiera encaja en el perfil de persona fracasada propio de los asesinos de masas.
Las imágenes torturan la psique nacional. Gente acurrucada, las manos sobre la cabeza, o sobre el cuerpo del novio o la hija, protegiéndose de los disparos sin saber que el francotirador ataca desde arriba. Sin poder explicarles que así, tumbados o en posición fetal, a merced de la cañonera, constituyen el blanco ideal para el psicópata que proyecta barrerlos. Nadie ha resumido mejor la perplejidad colectiva que el «New York Times», embarcado en la publicación de una serie de reportajes donde interroga la gaseosa identidad y oscuros motivos del «killer». No se trataba de un militante de la yihad y fanático de Alá. Tampoco de un racista sureño, supremacista y empapelado de esvásticas que entra en una iglesia baptista rifle en alto y calcina a la congregación con una salva de plomo. Ni siquiera de un paramilitar a la vieja usanza, anarcoide y con guiños a la frontera. De esos que, escondidos en una cabaña en las montañas Rocosas, ensayan el día en el que la tiranía del Capitolio y/o el narcisismo de la Casa Blanca, entregados al nepotismo, justifiquen la quincallería de la Segunda Enmienda, que consagra el derecho a poseer armas. Un anacronismo, habida cuenta de que la valiente milicia civil tendría que rescatar al pueblo del mayor ejército que vieron los tiempos, coleccionista de al menos 5.000 ó 6.000 bombas de hidrógeno.
De modo que no. El hombre que desguazó la noche en Las Vegas no responde a los patrones habituales del sociópata homologado. Se trata, más bien, de un misterio dentro de otro misterio. Lo repiten, enronquecidos de frustración y pálidos de extrañeza, los detectives que investigan el caso. Lo amplifican, sudorosos, afónicos, perplejos, los medios. Hay que entenderlo. Si ya cuesta asumir que alguien abra fuego contra la gente y acribille a quemarropa a sus vecinos, cómo no parpadear ante la blindada fachada de respetabilidad del asesino de Las Vegas, Stephen Paddock. Una vecina reconoce que apenas le vio una vez en año y medio pese a que pasea a su perro tres veces al día por el barrio.
El tipo que fusiló a 58 personas desde la ventana de su suite imperial del casino Mandala Bay. Millonario hecho así mismo, hijo de un tipo, Benjamin Hoskins Paddock, que llegó a ocupar la lista de los diez más buscados por el FBI, Stephen era un hombre de 64 años, metódico y tranquilo, aficionado a la ruleta en grado superlativo y poco más. No se le conocen escándalos, trifulcas o líos legales. Tampoco su familia, su actual novia o sus amigos logran reconocer al desquiciado que, frío como una anguila, letal como un escorpión, apiló durante meses una montaña de armamento pesado al tiempo que instalaba en los cañones un mecanismo que multiplica la frecuencia con la que escupen proyectiles por minuto. Había instalado un sofisticado sistema de cámaras que le permitían saber si alguien rondaba su cubículo y tuvo en cuenta las vías de salida una vez consumada la matanza. Paddock confiaba en escapar por la autopista.
«En nombre de la seguridad de esta comunidad, y de cualquier otro sitio en EE UU, creo que es importante reunir información, pero no la tengo», reconocía el «sheriff» Joseph Lombardo al «New York Times». No hay manifiestos, repite perplejo el diario. El verdugo no vivía en los márgenes de la sociedad. «Estoy seguro que llegaremos ahí», remataba, casi entrecortado, el pobre «sheriff». Sorprende que nadie sugiera la posibilidad de que alguien capaz de descorchar semejante horror tenga un defecto. Genético o neuronal. Químico. Mental. Más fácil de aflorar si a la tuerca floja le añaden las diabólicas cifras de bajas por arma de fuego en EE UU, donde entre 1968 y 2017 han muerto más civiles por disparos que en todas las guerras que ha vivido el país en su historia. En tiroteos entre bandas rivales, incidentes con la Policía, episodios de violencia doméstica, discusiones de tráfico, accidentes o suicidios.
Según el Centro para la Prevención y el Control de las Enfermedades de EE UU, a diario 93 estadounidenses mueren víctimas de las armas de fuego, de los que 7 tienen menos de 19 años. Son 12.000 personas al año. Por cada muerto sumen dos heridos. Dos tercios de esas muertos son suicidios. Hablamos, también, de un tiroteo entre niños, generalmente con las armas de sus padres, cada 34 horas. Según el Banco Mundial, «EE UU posee el 46% de la población y sufre el 82% de las muertes por arma de fuego del primer mundo».
Inasequibles, los investigadores de homicidios rastrean la pista de Paddock. Según el criminólogo Eric Madfis, los asesinos de masas normalmente han fracasado en la vida. Paddock no. Quizá soñaba con emular a su padre. Acaso era esa pulsión la que consumía mientras viajaba por el mundo, en uno de cruceros de lujo que tanto frecuento, y que por cierto le llevaron, entre otros sitios, a Barcelona. «Los asesinos de masas», le relataba el profesor de la universidad de Washington Takoma a la radio de la ABC, «a diferencia de otros tipos de asesinos, no suelen tener antecedentes criminales y normalmente se ven a sí mismos como individuos que respetan la ley». Paddock no hizo otra cosa que honrar sus obligaciones, cuidar a sus seres queridos y apostar. Hasta que una noche, en mitad de un concierto de country, perpetró la mayor matanza de la historia de EE UU.
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