Europa

Siria

Paisaje perturbado después de la batalla

Las consecuencias se vivieron en todos los ámbitos. Los pueblos se quedaron sin hombres ni niños. Sobrevivir a veces era igual a volverse loco.

«Fatiga de combate». Además de las heridas físicas de la guerra, muchos soldados sufrieron las consecuencias psicológicas del conflicto, un trastorno diagnosticado más tarde como «fatiga de combate»
«Fatiga de combate». Además de las heridas físicas de la guerra, muchos soldados sufrieron las consecuencias psicológicas del conflicto, un trastorno diagnosticado más tarde como «fatiga de combate»larazon

Las consecuencias se vivieron en todos los ámbitos. Los pueblos se quedaron sin hombres ni niños. Sobrevivir a veces era igual a volverse loco.

La Gran Guerra lo modificó todo en Europa y en el Próximo Oriente. Desaparecieron los Imperios alemán, austro-húngaro, ruso y otomano; surgieron países como Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania y Arabia Saudí; de esos imperios emergieron repúblicas, algunas de las cuales cambiaron revolucionariamente su forma de gobernarse: de Rusia surgió la URSS de Lenin, de La Sublime Puerta, la Turquía de Ataturk, Italia devino en una dictadura fascista y Alemania, en la nazi quince años después. Francia y Bélgica, arrasadas y arruinadas, levantaron fortalezas (línea Maginot y Eben Emael) para la guerra siguiente. Londres perdió la primacía mundial y se emanciparon sus colonias más britanizadas: Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica, y en el resto de los territorios coloniales, cuyos soldados combatieron en Europa codo a codo con los metropolitanos, surgió la llama nacionalista y la aspiración a la independencia. Ahí arranca el movimiento pacifista del Mahatma Gandhi, aglutinando las aspiraciones independentistas indias en el Partido del Congreso. Estados Unidos, con una deuda exterior de 2.000 millones de dólares en 1914, se convirtió en el primer prestamista mundial, con 18.000 millones, atesoró en sus bancos el 40% del oro y su riqueza nacional superaba a la de Francia, Gran Bretaña e Italia juntas. Se había convertido en la primera potencia mundial. La tragedia impulsó a numerosos idealistas a crear una organización internacional que terminara con las guerras, que arbitrase soluciones negociadas a los problemas: la Sociedad de Naciones (SN). Una utopía que nació muerta pues Estados Unidos, su gran impulsor de la mano de Woodrow Wilson, se desentendió de ella cuando cambió de presidente y quedaron poco más que buenas palabras, prevaleciendo los intereses de las potencias y la rebatiña del resto por lograr lo propio. De la SN surgieron los Mandatos de Palestina y Mesopotamia para Gran Bretaña y el de Siria, para Francia, que dejaron tras de sí los conflictos de Palestina e Iraq, el de Líbano y el de Siria. Por no hablar de la Ciudad Libre de Danzig, detonante de la Segunda Guerra Mundial. La SN no impidió la agresión italiana de Abisinia, ni la japonesa de Manchuria, ni la soviética de Finlandia, ni la Guerra del Chaco, ni la Guerra Civil española, y fracasó en su intento de frenar la carrera armamentística.

DIEZ MILLONES DE VIDAS PERDIDAS

Pero lo más dolorosos de la guerra fueron los diez millones de vidas perdidas. Se multiplicaron los cementerios y en los pueblos de Europa brotaron como hongos los monumentos en memoria de los que no volvieron. Y, aún más visible y lacerante: seis millones de mutilados pululaban por Europa: espantaban sus quemaduras y deformaciones, carecían de las dos piernas o de ambos brazos, de manos, de pies, de dedos, de ojos, de oído... Una juventud inadaptada, resentida, doliente, aquejada de enfermedades pulmonares (gripe, pulmonía, tuberculosis), estomacales, intestinales, óseas, epidérmicas, mentales, y una carga para sus familias escasamente ayudadas por Estados arruinados. Más de ocho millones de civiles perecieron a consecuencia de los bombardeos, del fuego cruzado, del hambre desatada, de la subalimentación, del frío, de las enfermedades o de las persecuciones por motivos raciales, nacionalistas o religiosos, resultando especialmente brutal la limpieza étnica que algunos países desataron en sus territorios, como Turquía con los armenios. En 1914 vivían en Turquía unos dos millones y medio de armenios; al final de la contienda solo quedaban unos millares; unos 600.000 o 700.000 pudieron refugiarse en Rusia y Persia; y el resto, entre 1.200.000 y 1.500.000, fueron asesinados o perecieron en marchas y traslados exterminadores. Y no se contabilizaron otras víctimas: millones de viudas, de huérfanos y de jóvenes reconcomidas por el dolor y el recuerdo del amor que no regresó, desesperanzadas por el proyecto familiar truncado... pueblos sin hombres y sin niños a causa del descenso de la natalidad. Y eso sin hablar de la Gripe Española, que llegó a Europa con los soldados norteamericanos y el virus mutó en la miseria de las trincheras convirtiéndose en la mayor pandemia mundial de la historia, alcanzando al mundo entero y causando entre cincuenta y cien millones de víctimas. Tras la lucha emergía un mundo en ruinas, deprimido y depauperado: habían sido destruidas más de 300.000 viviendas, miles de kilómetros de carreteras y vías férreas, más de mil puentes, 6.000 fábricas, centenares de minas, siendo especialmente afectadas Francia, Bélgica, Rusia y Serbia. Los cascos históricos de Reims, Lille, Verdún y Arras fueron reducidos a escombros, y se perdieron numerosas construcciones románicas, góticas y barrocas, tanto civiles como religiosas. La Catedral de Reims, joya del gótico, de gran relieve histórico pues allí se consagraban los reyes de Francia, sufrió graves daños.

BILLONES DE BALAS DE AMETRALLADORA

Y los campos de batalla de Francia y Bélgica, antaño feraces campiñas, quedaron baldíos durante décadas. Sobre ellos, en no más de 50.000 km2 epicentro de la lucha, se dispararon 16 millones de granadas de cañón y billones de balas de ametralladora y fusil: la tierra quedó envenenada por el plomo, cadmio, níquel, latón y los componentes químicos utilizados en los explosivos de bombas y granadas. Y, enterrados, quedaron millares de proyectiles sin estallar que causaron víctimas en la posguerra y que aún causan problemas. Otra consecuencia, en fin, fueron las armas químicas. El 22 de abril de 1915, en Ypres, la artillería alemana disparó granadas que no reventaban las trincheras, sino que despedían un humo amarillento: cloro. Dos divisiones aliadas se dispersaron, pero los germanos, sorprendidos por el éxito, no aprovecharon la sorpresa. Cinco meses después, los británicos se incorporaron a la guerra química. Y ambos bandos se superaron creando gases cada vez más terribles: fosgeno, difosgeno, cloropicrina, ácido cianídrico, gas mostaza... Hacían llorar, quemaban la piel y los pulmones, atacaban el sistema nervioso, paralizaban a los soldados, les causaban trastornos estomacales o ceguera. Fue contrarrestado por las máscaras antigás, que utilizaron los combatientes (excepcionalmente perros y caballos) e, incluso, los civiles próximos al frente. La importancia psicológica del empleo de gases fue enorme, su utilidad militar, pequeña (unas 85.000 víctimas mortales, menos del 1% de los registrados en la contienda). Según fuentes británicas, el 3% de los afectados perdió la vida; el 2% sufrió efectos permanentes, mientras el 70% se recuperaba en dos o tres semanas. Este fue el caso del cabo Hitler, que perdió la vista en la madrugada del 14 de octubre cuando el puesto de mando del regimiento List, al Sur de Ypres, fue bombardeado por los británicos con cloro gaseoso. Hitler fue hospitalizado en un centro para afectados por la guerra química en Pasewalk (Pomerania). Allí se hallaba cuando llegó el armisticio y al enterarse tuvo un ataque de desesperación «(...) La noche cayó ante mis ojos y a tientas, a tropezones, regresé al dormitorio y hundí mi cabeza ardiente bajo la manta y la almohada».