Violencia racista
Problema insoluble
Las recientes muertes de Alton B. Sterling y Philando Castile, dos ciudadanos negros libres de toda sospecha a manos de agentes de la Policía y las posteriores represalias concluidas con el asesinato de varios agentes del orden en Dallas, Texas, han vuelto a colocar sobre la mesa un tema de sangrante actualidad en Estados Unidos. ¿Existe o no una batalla de la Policía contra los negros? El análisis superficial afirmaría que sí y, además, se quedaría en que todo es producto del racismo, de la opresión ejercida sobre la población negra y de la brutalidad policial blanca.
Es facilón recurrir a esas categorías, pero presenta, sobre todo, el gravísimo problema de no corresponderse con la realidad. De entrada, Estados Unidos no es, en términos generales, una nación racista. A decir verdad, el racismo está mucho menos presente que en sociedades europeas como la española. Basta ver el último cartel de IU oponiéndose a la visita de Obama, donde además está presente un rancio antisemitismo, para darse cuenta de ello. Ninguna fuerza política en Estados Unidos descendería jamás a ese grado de vileza gráfica ni la sociedad lo consentiría. Por añadidura, es muy común que las distintas instancias públicas y privadas multipliquen las acciones de discriminación positiva en favor de los negros. Se trata de una conducta que ha sido criticada por grandes figuras de la comunidad negra, que ha creado no poca amargura entre los blancos que se sienten injustamente preteridos y que no ha dejado de tener efectos poco positivos, pero aún así los hechos son claros.
Lo cierto es que la explicación de lo sucedido en los pasados días radica en varios factores que se pasan por alto. El primero es el riesgo más que acentuado de la labor policial en el país. De manera muy diferente a lo que resulta más común en Europa, el policía norteamericano tiene una cita diaria con la muerte. Por supuesto, esa circunstancia puede variar según el entorno, pero se halla extraordinariamente generalizada. Cualquier agente de la ley sabe que un segundo de diferencia a la hora de utilizar su arma puede significar pasar la breve distancia entre la vida y la muerte. El policía que duda un instante puede ser un policía muerto; el policía rápido, seguramente, salvará la vida. El inmenso drama es que, en ocasiones, esos policías cometen errores de apreciación y que esas equivocaciones se sellan con muertes de inocentes. Un porcentaje no pequeño de esas muertes por error tiene además como víctimas a negros. Así es, en unas ocasiones, porque la apariencia del asesinado resultaba inquietante aunque fuera una bellísima persona; en otras, porque alguno de sus movimientos despertó la luz de alarma en el policía como cuando uno de los negros muertos esta semana intentó mostrar su documentación y el gesto absolutamente inocente fue interpretado como el intento de sacar un arma.
Asimismo, existe la terrible realidad de que el índice de delincuencia entre la población negra es desproporcionado cuando se compara con otras etnias, lo que provoca lógicas suspicacias. Estos hechos son innegablemente ciertos, pero no lo son menos otros que provocan una amarga sensación de injusticia. Resulta ofensivo que se intente justificar el horror señalando que hay más negros muertos por gente de su raza que por policías. El dato es real, pero, en absoluto, puede disculpar la muerte de un inocente. Añádase que es muy común que los jurados absuelvan a los policías que han dado muerte por error a un negro. Es cierto que en esos jurados hay negros y también que suelen considerar que se trata de una tragedia lamentable, pero de la que no se puede culpar al agente de la ley puesto que no hubo dolo. Sin embargo, por muy motivada que esté la resolución,¿qué familia puede creer que se ha hecho justicia cuando la persona que ha segado la vida de su hijo o de su esposo sale libre de la sala de vistas?
Intentemos, sin embargo, ser ecuánimes más allá de proclamas y consignas. No se puede cancelar un derecho constitucional como el de llevar armas porque la gente desea sentirse protegida cuando sale de casa, no se puede pedir a un policía que se comporte de una manera que le lleve a arriesgar mortalmente la vida y tampoco se puede pedir a muchos miembros de una comunidad de cuarenta millones de personas sobre una población nacional de más de trescientos veinte que no se sienta perseguida en lo que considera una batalla policial contra los negros. Por eso, el problema –seamos realistas– no tiene solución aparente, aunque sí podemos estar seguros de que la violencia engendra violencia y jamás es la solución.
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