Historia
«Se los llevaron en vagones de ganado, como ovejas o cerdos»
Numerosos informes y testimonios históricos corroboran el genocidio que Ankara no reconoce
Unos dos millones y medio de armenios que habitaban mayoritariamente en el este de Anatolia, en las provincias limítrofes con Rusia y Persia, fueron víctimas de un decreto de deportación promulgado por el Gobierno turco el 27 de mayo de 1915. Para casi todos fue una sorpresa sobrecogedora: «Nos sorprendió por completo –diría un superviviente–, tres días antes estábamos discutiendo si las uvas estaban maduras para la vendimia. De pronto, un pregonero leyó la orden de que debíamos marcharnos de nuestras casas y de que se nos proporcionarían carros para llevarnos a otros lugares».
Fueron obligados a dejarlo todo. Según Leslie A. Davies, cónsul de los Estados Unidos y figura esencial para la difusión del genocidio: «La gente se preparó para abandonar su patria y entregar a las autoridades sus casas, tierras y propiedades. Intentaron vender sus muebles y artículos domésticos, ropas y provisiones, pues no podían cargar con todo. Daban sus cosas al precio que el comprador estuviera dispuesto a pagar».
Los carros prometidos llegaron con cuentagotas y la mayoría hubo de arreglase como pudo para coger lo imprescindible. Como los hombres jóvenes estaban en el Ejército, aquella masa de mujeres, niños y ancianos fue empujada hacia el exilio a pie, en sus animales o en tren. La misionera norteamericana Anna Harlow Birge vio esos trenes en el otoño de 1915, «formados por vagones para ganado y los rostros de niños de corta edad asomando por los diminutos ventanucos enrejados que había en cada furgón. Las puertas laterales deslizantes de chapa permanecían abiertas y se distinguía claramente en su interior a mujeres y ancianos, madres jóvenes con sus bebés, hombres, mujeres y niños apiñados como ovejas en un aprisco o cerdos en una pocilga».
Y aún fue peor. En algunas zonas, adolescentes y hombres mayores eran separados de sus familias y conducidos fuera de las aldeas, donde, con frecuencia, los asesinaban. Un superviviente de Konia contó: «Ordenaron a los muchachos que se apartaran de las mujeres. Algunos chiquillos se vistieron como niñas y se escondieron, y así lograron seguir en el grupo. Pero mi padre, un hombre adulto con bigotes, fue apartado. En cuanto los tuvieron aparte, un tropel de gente armada surgió del otro lado de la colina y mató a todos los hombres ante nosotros. Los asesinaron a bayonetazos en el vientre. Muchas mujeres no pudieron soportarlo y se lanzaron al río enloquecidas».
Un año más tarde, el genocidio se había consumado y, con él, la limpieza étnica de las seis provincias armenias: entre 1.200.000 y 1.500.000 habían muerto y sus huesos jalonaban los caminos que iban hacia el sur, hacia los desiertos de Siria y Mosul, siguiendo los cursos del Éufrates y el Tigris. El resto, unos 700.000, logró refugiarse en las vecinas regiones armenias de Rusia y Persia, en las que había control militar alemán o en las casas de los turcos que les auxiliaban jugándose la vida, pues pesaba la amenaza de que quien lo hiciera sería condenado a muerte.
Es asombrosa la contumacia otomana en negar el genocidio armenio, pues la terrible realidad está respaldada por los documentos oficiales del Gobierno turco de la época y por miles de testimonios neutrales y supervivientes. Como colofón, el ministro del Interior, Talat Pachá, directo responsable del genocidio, emitió un documento estremecedor el 21 de julio de 1915 en el que daba instrucciones para que se eliminaran los restos humanos esparcidos por los caminos: «Todos los cadáveres que yacen en las carreteras deberán ser enterrados, en ningún caso lanzados a lagos, pozos o ríos».
*Historiador
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