Guerra en Siria
Siria, descenso al caos
La revolución Siria- o lo poco que queda de ella- llega a su cuarto aniversario cubierta por un espeso manto de pesimismo y de desesperación. Muy lejos queda aquel levantamiento popular contra la dictadura de los Assad (en el poder desde 1971 tras un Golpe de Estado) el 15 de marzo de 2011. A la zaga de las revoluciones de Túnez, Egipto o Libia, en Siria el pueblo se levantaba contra la familia Assad, la misma que llevaba gobernando el país cuatro décadas. Los aires de esperanza por un cambio en la región infundieron bríos de triunfo en los sirios que salieron a la calle clamando libertad y un cambio de modelo.
Gritos y cánticos que Assad rápidamente ahogó con el sonido de artillería y de sus escuadrones de la muerte que se encargaron de elevar la pacífica revolución a un conflicto bélico sin precedentes en el país. Rápidamente la revolución degeneró en una guerra civil y étnica. Sunitas matando chiitas, y viceversa. Civiles masacrados mientras esperaban en las colas de las panaderías. Muertos que se amontonaban en las aceras. Hospitales destruidos por la aviación. Muertos sin nombre que se pudrían en las esquina de ciudades como Alepo, Homs o Damasco.
La revolución se emponzoño. La primavera se marchitó y llegó el frío y oscuro invierno que ha teñido de negro Siria y a los que habitaban en ella. A día de hoy Siria no es más que una amalgama de grupos rebeldes combatiendo contra facciones yihadistas, encarnadas en la figura del Estado Islámico y Al Nusra (la marca de Al Qaeda en Siria), contra el ejército de Assad y, en medio de todo, los civiles.
Desamparados, se han convertido en simples números para la Comunidad Internacional que sólo se acuerda de ellos en aniversarios o cuando quieren recaudar dinero; el resto del tiempo su agonía queda enmudecida porque los focos internacionales no se fijan en ellos. La guerra Siria carga a sus espaldas con más de 220,000 muertos, siete millones de desplazados internos y cerca de cuatro millones han tenido que huir a los países fronterizos (Turquía, Irak, Jordania y Líbano), en lo que es el mayor drama humanitario desde la II Guerra Mundial. Pero la mala noticia para Siria y para los sirios es que este drama no tiene visos de acabarse en un corto periodo de tiempo.
Ciudades como Alepo o Damasco viven los últimos coletazos de la revolución marchita. Los rebeldes se aferran a sus últimos bastiones antes de sucumbir del todo ante el empuje, por un lado, de las tropas leales al régimen y, por otro, de los yihadistas del Estado Islámico que se han encargado de asestar el golpe mortal a la revolución.
La revolución está secuestrada y esa idea romántica de alzamiento popular contra el sátrapa se ha desvanecido. Los cántico de cada viernes, después del rezó, han sido sustituidos por un silencio incómodo. Las voces que clamaban libertad han desaparecido y han surgido los gritos de ‘¡Dios es Grande!’ enarbolados por unos fanáticos desquiciados e incultos que creen tener el Cielo de su parte.
Siria ha pasado en cuatro años de ser la envidia de Oriente Medio a ser un caos. Ha pasado de ser destino habitual de turistas a un nido de yihadistas venidos de todos los rincones del planeta a morir en nombre de Alá. Siria es, hoy, lo más parecido al infierno y no tiene visos de cambiar a mejor, sino todo lo contrario. Siria es el mayor drama del siglo XXI del que todos son culpables. La guerra cumple cuatro años y los sirios lloran por sus muertos y por lo que dejaron atrás. Siria duele.
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