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Trump reabre la batalla por el control judicial en EEUU
El presidente busca asentar sus nuevas leyes al recrudecer los ataques al fiscal general en busca de su renuncia. Mientras, su candidato al Tribunal Supremo se somete al escrutinio del Senado
El presidente busca asentar sus nuevas leyes al recrudecer los ataques al fiscal general en busca de su renuncia. Mientras, su candidato al Tribunal Supremo se somete al escrutinio del Senado.
Donald Trump en todo su esplendor. Con una sucesión de tuits que en opinión de algunos analistas son susceptibles de hacerle opositar al «impeachment». «Dos investigaciones de la era de Obama», reza el primero, «de dos congresistas republicanos muy populares han supuesto que se presentan cargos en su contra, justo antes de las elecciones, por culpa del Departamento de Justicia de Jeff Sessions. Dos victorias fáciles puestas en duda porque no hay suficiente tiempo. Buen trabajo Jeff...». Jeff es, obviamente, su vapuleado fiscal general. Los dos cargos republicanos son los congresistas Chris Collins y Duncan Hunter. Acusados, respectivamente, de manejar información confidencial en la compra/venta de acciones y de trampear con fondos electorales. Los dos han sido acusados por la Fiscalía y su peripecia judicial pone en cuestión dos asientos esenciales para el partido.
El segundo tuit fue igualmente demoledor: «Los demócratas, ninguno de los cuales, por cierto, votó a Jeff Sessions, deben amarlo ahora. Lo mismo con El Mentiroso James Comey. Todos los demócratas lo odiaban, lo querían fuera, pensaban que era asqueroso... ¡HASTA QUE LO DESPEDÍ! Inmediatamente se convirtió en un hombre maravilloso, de hecho, un santo. ¡Es todo realmente enfermo!»
No hay semana sin que Trump incendie las redes sociales y, con ellas la Casa Blanca. En el caso de Sessions, sin que le reproche que se recusara en el curso de la investigación que mantiene el fiscal especial, Robert Mueller, por la posible colusión de su campaña con los servicios secretos rusos. Es un retardado. Un sureño imbécil. Hablaba de Sessions, del fiscal general. Un hombre al que, según el otrora jefe de personal de la Casa Blanca, Rob Porter, incluso imitaba el acento. Esta revelación, y otras igualmente incendiarias, forman parte del nuevo libro del periodista Bob Woodward, que sale a la calle el 11 de septiembre y, según la CNN, está trufado de dinamita. Relatada de primera mano por muchos de sus colaboradores pasados y actuales y rubricada por el inmenso prestigio de un Woodward que en compañía de Carl Bernstein destapó el Watergate y ha ganado el Pulitzer en dos ocasiones. Entre sus revelaciones, muchos de los más directos colaboradores de Trump le habrían escondido numerosos papeles y sustraído información extremadamente delicada en el convencimiento de que si caían en sus manos peligraba la seguridad nacional. «Es un golpe de Estado administrativo», llega a decir.
Todo esto sucede a pocas semanas de las elecciones que renovarán el Congreso, parte del Senado y un largo número de gobernadores. Unos comicios que marcarán el futuro político de la Casa Blanca y pondrán a prueba las tácticas de un presidente en permanente estado de exaltación.
Pero nadie, ni Woodward ni Sessions, ni Mueller ni su equipo de fiscales, ni la prensa «fallida», ni sus rivales demócratas desconoce que Trump también está cerca de apuntarse una batalla de inmenso calado. No ya político sino directamente histórico. Si Brett Kavanaugh, su candidato al Supremo, supera la batería de preguntas en el Legislativo, que comenzó ayer a interrogarle en el Senado, otorgara al Alto Tribunal una mayoría inamovible durante décadas. Muy capaz de recomponer el panorama social del país, habida cuenta de que Kavanaugh ocupará la plaza de un juez conservador, pero dado a pactar con jueces en sus antípodas ideológicas, Anthony Kennedy. Será el Tribunal Supremo donde desembocarán muchas de las grandes causas de los próximos años, del aborto a la pena de muerte, la compra/venta y posesión de armas, el matrimonio homosexual, las políticas sindicales, la legalidad de las restricciones a los vertidos de la industria y un larguísimo etcérera. No son pocos quienes creen que, con Kavanaugh confirmado, y más allá de la semanal diarrea de tuits impresentables, de los insultos a sus colaboradores y enemigos, de sus salidas de tono e incluso más allá de que pueda desencadenar una guerra comercial con China de consecuencias imprevistas, Trump podría optar a reeditar sus mieles, multiplicadas. Sí, por supuesto, tachar de idiotas a los generales, de traidor a un héroe como McCain, de violadores a los mexicanos, generalmente considerados, de pedigüeños a los aliados europeos, de iguales a los manifestantes contra la xenofobia y a los miembros de KKK y de enemigos de América tanto a la Prensa, de «The New York Times» a la CNN, como al fabricante de motocicletas Harley-Davidson, está feo, pero palidece ante la posibilidad de revocar muchas de las políticas y consensos del actual «mainstream». El sueño de los activistas del Tea Party, de cuantas Sarah Palin acompañaron a McCain antes de que éste las rechazara, hecho realidad merced al inefable Trump.
Y eso a pesar de lindezas como las que le dedican hombres como el general James Mattis en el libro de Woodward. Convencido de que el presidente tiene la capacidad cognitiva de un alumno de quinto o sexto grado. Respecto al grado de paranoia alcanzado, con consejeros guardando dosieres y el presidente empeñado en sacar las tropas de Corea del Sur, nadie parece haberlo expresado mejor que el también fulminado Reince Priebus: «Si pones una serpiente, una rata, un halcón, un conejo, un tiburón y una foca en un zoológico sin paredes, las cosas empiezan a ponerse feas y sangrientas».
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