Francia
Una lección que debe continuar
La reforma del matrimonio que pretende el Gobierno francés ha servido para que se manifieste una vez más la fuerza de su sociedad civil, que ha sabido plantear un debate intelectual profundo sobre la naturaleza de esta institución y, además, apoyarlo con manifestaciones muy multitudinarias y llenas de civismo e imaginación. Ese debate pone de manifiesto algo que, en mi opinión, es muy importante: la diferencia entre la consideración del matrimonio como un mero estado sentimental y el concepto de un compromiso estable que hace referencia a los hijos. Si en el matrimonio no hay más que sentimiento, entonces en efecto no tendría sentido poner casi ninguna limitación: «Si se quieren –sean quienes sean los términos de ese afecto, que es como muchos entienden el amor–, ¿por qué no van a poder casarse?». A partir de ese planteamiento, se entiende también que la estabilidad matrimonial quede anulada, porque los sentimientos son de suyo pasajeros y, por tanto, nadie puede comprometerse a que duren.
Mientras tanto, lo que la sociedad necesita para ser sostenible es que haya padres dispuestos a dedicar tiempo, esfuerzo y dinero a tener hijos y educarlos. Esos ciudadanos que, en el futuro, sostendrán la sociedad –y el Estado de bienestar– sólo pueden proceder de una unión estable que convierta el proyecto familiar en un proceso que dura bastantes años, los suficientes para que cada hijo alcance su madurez. Y el compromiso que permite convertir el proyecto en realidad con garantías para todos es lo que tradicionalmente se ha llamado matrimonio. Ésa ha sido hasta ahora la gran lección de Francia, donde la natalidad es la más alta de Europa y está casi a nivel del reemplazo generacional –2,0 hijos por mujer fértil, lejos del 1,36 de España–, y donde se ha entendido que no se trata de un tema meramente ideológico, político o religioso, sino de un debate que afecta al futuro de toda la sociedad, con el máximo respeto a la libertad de elección y a la situación personal de cada uno.
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