Bruselas
Una política con pantalones
Los piropos llueven en EE UU, en países antiguos vasallos de la URSS se la idolatra por el papel que jugó con Juan Pablo II y Reagan en que se desplomara el imperio soviético. Adorable o repelente, polarizadora en su país y en otras sociedades europeas, nadie negará a Thatcher ser una de las figuras históricas más relevantes del siglo XX, un político, como pocos, con auténticos pantalones.
En política exterior lo demostró con creces. El momento más visible fue las Malvinas. Pasmada al ver que la Junta Militar argentina invadía esas islas lejanas, la señora Thatcher no vaciló en enviar una flota a miles de kilómetros para recuperarlas. Lo hizo en contra de la opinión de muchos de sus ministros. Ganó. Diría al concluir «hemos dejado de ser una nación en retirada» y el éxito militar, junto al inicio de la recuperación económica, le dio un triunfo arrollador en sus segundas elecciones, en 1983.
Thatcher odiaba todo totalitarismo. Su padre acogió a un judío austríaco que huía de Hitler y la joven Margaret se empapó horrorizada de las maldades de esa dictadura. Su actitud frente a la Unión Soviética y el comunismo sería de total rechazo. Alentó a los opositores, polacos, húngaros, checos etc, despotricó contra la violación de los derechos humanos en la URSS –allí la bautizaron como la Dama de Hierro–, y llegado Gorbachov, sin embargo, sería la primera en confiar en el ruso, «con el se pueden hacer negocios», y en recomendarlo a su amigo Reagan. Con el americano tuvo un idilio político.
El desplome de la URSS la cogió desprevenida. Temiendo la reunificación de Alemania, conspiró, se ha sabido ahora, algo increíble, con Mitterand para convencer a Gorbachov de que no la permitiera. El ruso la recibió y no le hizo caso. En esta ocasión los americanos no comulgaban con ella.
Valiente, es clásica su reacción tras un atentado del IRA, con cinco muertos, en el Congreso conservador que ella presidía: «El atentado ha fracasado, todos los intentos del terrorismo para destruir la democracia fracasarán», de firmes convicciones («la obsesión por el consenso es abandonar tus principios, tus valores, tus ideas»), defensora del individualismo y del esfuerzo («el británico se ha acostumbrado a pensar: 'tengo un problema, bueno... el Gobierno me lo resolverá'»), Thatcher tuvo su bestia negra en el Mercado Común. Aunque había comenzado siendo europeísta, creció en ella un hastío hacia el «espantoso eurofederalismo» y hacia la asunción por Bruselas de competencias de los Estados. Quería un Mercado Común de bienes y servicios, e hizo concesiones para ello, pero no ir más allá. En los Comunes exclamaría: «Delors pretende que su Parlamento sea el órgano democrático de Europa; la Comisión, el Ejecutivo, y el Consejo de Ministros, el Senado. La respuesta es no, no y no».
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