Terrorismo yihadista
Yihad: «Al Baghdadi nos ha abandonado. Nos sentimos perdidos»
Ali Hasan se alistó con 18 años en el Estado Islámico con la promesa de que ganaría la guerra santa y un sueldo. Decepcionado con el califato, desertó y se escondió hasta ser capturado. Ahora, mientras aguarda su futuro en una prisión iraquí, relata a LA RAZÓN su experiencia
Tras tres años de pesadilla del Estado Islámico (EI), los iraquíes han empezado a despertar de ese mal sueño. Muchos de ellos, más por obligación que por convicción, decidieron unirse al grupo yihadista y ahora se hacinan en las prisiones esperando a ser juzgados por sus crímenes.
Tras tres años de pesadilla del Estado Islámico (EI), los iraquíes han empezado a despertar de ese mal sueño. Muchos de ellos, más por obligación que por convicción, decidieron unirse al grupo yihadista y ahora se hacinan en las prisiones esperando a ser juzgados por sus crímenes. El ambiente es de lo más sórdido. Tras una verja metálica por donde sólo puede pasar el personal autorizado, un pasillo conduce a una puerta siempre cerrada. En esa lúgubre habitación están confinados y hacinados 350 detenidos a la espera de ser trasladados a prisión. La mayoría son sospechosos de ser miembros del Estado Islámico.
Arrepentimiento y desolación es el sentimiento general de estos hombres, que ven cómo se desmorona el proyecto del califato islámico que les vendieron. Su desolación se acrecienta con las noticias de las recientes noticias del avance del Ejército iraquí y de las tropas sirias y de la coalición internacional en el país vecino. Sólo se nos permite estar en el despacho del comisario. Fares Ali Hasan aparece por la puerta vestido con ropa afgana y cogido del brazo por un policía. Tras soltarle, se tira de rodillas al suelo y, sin levantar la mirada, exclama: «Abu Baker Al Baghdadi [líder del Estado Islámico] nos ha abandonado. Mi generación no ha conocido otra cosa que la yihad [guerra santa]. Nos sentimos perdidos».
El joven se unió al Estado Islámico en 2014, cuando sólo tenía 18 años. Antes de ser reclutado vivía en Aq Baash, en el desierto, cerca de la frontera con Irán. «En la mezquita, en el sermón de los viernes, el ‘‘sheij’’ Abu Shari siempre nos hablaba del deber de de la yihad y las ventajas de ser un yihadista. Así que decidí unirme al Daesh (acrónimo en árabe del EI)», explica el hombre detenido a LA RAZÓN.
Lo llevaron a un campo de entrenamiento, que dirigió en su día el fallecido Abu Hamza El Muhayir, ministro de la guerra del Estado Islámico, para aprender el manejo de armas automáticas como el AK-47 o la AR-15. «En el campamento había muchos niños y los llamábamos los cachorros del califato. A los menores de 15 años no se les instruía en armas, sino que se les daba clases de Sunna y lectura del Corán», señala Ali Hasan.
Después de un mes y cuatro días de formación y entrenamiento militar, se «graduó» como yihadista y recibió una bonificación de cien dólares. Después, como combatiente soltero y sin hijos, recibió una paga mensual de 50 dólares, y comida y techo gratis. A los casados con una mujer y dos hijos se les paga 175 dólares, si tienen dos mujeres y cinco hijos, 325; y a partir de cuatro mujeres y más de cinco hijos, se les paga 400. «Hacemos la yihad porque es nuestro deber sagrado, el verdadero muyahidin [combatiente islámico] vende su coche, sus tierras o su casa si hace falta», afirma con convencimiento férreo.
Pero no todos los combatientes tienen esa misma convicción. Ali Hasan cuenta que muchos de sus compañeros se casaban muchas veces para recibir una paga extra de mil dólares. Este yihadista combatió en las montañas de Sinjar (en Nínive) y en varias batallas cerca de la frontera con Siria, pero reconoce que tuvo muy malas experiencias. «En más de una ocasión tuvimos que retirarnos y vi morir a muchos compañeros», reconoce.
Ali Hasan acabó sintiéndose decepcionado por el grupo y decidió desertar. «Nada fue lo que esperaba. Me engañaron. Mientras nosotros comíamos huevos y tomates, los comandantes vivían como sultanes. Siempre descansando, rodeados de mujeres y mucha comida» a su disposición, critica el detenido. Además, «nos dijeron que si nos uníamos a ellos protegerían a nuestras familias y no es verdad. Mataron a un tío mío porque era policía», lamenta.
Ali Hasan se escondió durante un mes en el sótano de una vivienda abandonada en Mosul, pero fue descubierto. «Estuve en una prisión de la ciudad durante 40 días. Me torturaron, me raparon la cabeza y cada día me daban 99 latigazos. Me amenazaron con que si no regresaba con ellos me mandarían a cavar túneles a Siria. Así que no tuve otra opción que volver», explica el díscolo yihadista a este diario.
Tras entrevistar al detenido, entra por la puerta Basher Ahmad Hamid, acusado de transportar armas químicas, armamento y municiones para el Estado Islámico. El historial familiar de este hombre es increíble: tiene un hermano luchando en la guerra de Siria, otros dos que murieron como suicidas y su tío es el «sheij» Derqam Yasser Muhamed, un cabecilla del EI en Mosul.
«Como acababa de ser padre, mi tío me dijo que me daría un trabajo fácil; conducir un camión de mercancías entre Siria e Irak», señala Ahmad Hamid, que afirma que «nunca» supo que estaba transportando armas químicas.
«En una ocasión tuve que ir a las afueras de Mosul a recoger una carga de mil neveras portátiles. El punto de reunión fue en un campo agrícola donde había unos invernaderos que funcionaban como laboratorios y los trabajadores iban con un traje hermético y guantes. La verdad es que me extrañó, pero no le di importancia», explica el detenido, que suena a historia muy poco convincente. «No he hecho nada malo y saldré libre en breve», asegura el detenido, antes de aclarar que únicamente trabajó cinco meses como transportista para el grupo yhihadista y que, como ha prometido, el primer ministro iraquí, Haider Al Abadi, los «colaboradores del EI que no tengan las manos manchadas de sangre serán puestos en libertad».
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