La Razón del Domingo
Domingo sangriento
Como era noviembre, estoy seguro, aunque solo sea porque noviembre es el mes negro de mi pequeña y seguramente inútil vida. Pero eso no hace al caso o, cuando menos, no a este caso. Era noviembre, digo, y yo me reuní porque sí, una razón suprema donde las haya, con Pilar Miró, amiga del alma, junto al lago de la Casa de Campo de Madrid bajo los árboles ya desvestidos – «con sus raíces al cielo y sus hojas en la tierra», que diría Juan Ramón Jiménez–, tristes, mustios y amargados. Pilar Miró era una joya que, entre nosotros los de entonces, nos teníamos. Pero a la que la miseria de la política –o mejor: de algunos políticos sin corazón pero amplias faltriqueras donde guardar sus cobrizas monedas de poder– quisieron desbastar y desmontar porque brillaba. Pero eso tampoco importa.
Nos sentamos en un banco y hablamos de lo que fuera, pero por ser el mes que era, seguramente, acabamos hablando de una pasión –o un juego o una ilusión difunta– que compartíamos desde hacía años: de Kennedy. Algo –alguien– que nos identificaba. Una bandera, una pegatina, un lazo orinegro, que fueron el santo y la seña de toda una generación.
Muchos amigos del alma ya se han ido, muchos noviembres han pasado. Cincuenta, ya, desde aquel viernes cuando el latido del mundo se paró por tres disparos en la hora meridiana. Pero seguimos hablando de Kennedy todavía. Yo, también. Aunque dentro de mi caracol no encuentre ya razones que me den luz y me quiten el pasmo cuando veo al hoy entreteniéndose con el ayer. Porque aquel ayer no tiene nada que ver con este hoy. Porque Kennedy y su tiempo, revividos ahora por obra, gracia y arte de magia históricas, serían como un corpúsculo extraño, ajeno a nosotros, a nuestro tiempo, y desde luego, políticamente incorrectos según lo entendemos y lo decimos en nuestros días.
Pretextos, excusas, circunstancias –especialmente periodísticas– para recordar a Kennedy medio siglo después de su muerte, sí los hay, muy jugosos por cierto. Y yo me declaro culpable por haber enarbolado los detalles del asesinato de Kennedy más de lo que quisiera y debiera. A saber: no todos los días matan a tiros a un presidente de Estados Unidos. O sea: el suceso en sí mismo. Y ya se sabe que los sucesos son un condimento alimenticio muy de moda en estos tiempos en la dieta diaria de los consumidores de medios de comunicación. Suceso pero elevado en este caso a una astronómica, enésima potencia.
Y luego, el misterio, aún sin resolver. ¿Quién mato a Kennedy? ¿Lo hizo un asesino solitario, cosa que yo no creo, o lo hicieron varios en comandita? ¿Fue una conspiración en toda regla? ¿Por qué le mataron? Y también: ¿Por qué asesinaron «urbe et orbi», cara al público y en directo al presunto magnicida? ¿Por qué tanto secretismo sobre documentos, autopsia incluida, relacionados con la muerte del presidente?
Y suma y sigue... por no contar las aventuras privadas de Kennedy, que, si fueran vividas ahora, harían las delicias de ciertos programas dedicados a contar los vaivenes, obras y milagros de los ricos y famosos. Pero todo eso, por muy tremendo y espectacular que sea o que parezca, es superficial y no muestra la verdad de la supervivencia del mito Kennedy durante cincuenta años. Y la verdad es simple, clara y constatable: Kennedy significó una esperanza, una ilusión. Lo nuevo y lo joven. Una promesa cumplida y después asesinada. Un gesto de dar la cara y no esconderse tras las mentiras de siempre y siempre repetidas. El valor de enfrentarse con los problemas, la gracia, el ingenio, la cultura, la elegancia y el impulso de que soñar y luchar por nuestros sueños merece la pena. Kennedy, en fin, sigue vivo por lo que dijo, una letanía inspirada e inspiradora que movió a millones de personas y que sería capaz de moverlas todavía. Pero eso, ¿a quién le importa? Como el mismo Kennedy diría, «debemos participar en la acción y la pasión de nuestro tiempo si no queremos correr el riesgo de no haber vivido». Amén.
Dejemos, entonces, a Kennedy en su paz. Yo, aquí y ahora, cuando llegue otro noviembre y ojalá no sea también el de nuestro descontento, así lo prometo.
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