Irak
El corazón de las tinieblas
Joseph Conrad fue el polaco que mejor escribió el inglés, acaso por haberlo aprendido con veinte años largos. África ha proporcionado mucha literatura y memorialismo occidental que sólo ha servido para una romántica autocomplacencia de los europeos. Al menos, el diplomático francés Roman Gary, marido de la desdichada Jean Seberg («Al final de la escapada», con Belmondo), escribió lúcidamente «Las raíces del cielo» sobre la matanza lúdica y comercial de los elefantes. En «Memorias de África», tan edulcorada, la danesa Isak Dinesen, tan celebrada, demostró su autismo africano, su cursilería femenina y los estragos de la sífilis: una noche con Venus y toda la vida con Mercurio. Fue el genial polaco, capitán de la marina fluvial en el río Congo, quien retrató el continente negro en «El corazón de las tinieblas», recogiendo la esclavitud de los nativos y el código de sanciones mediante la mutilación con machete de manos, brazos o piernas, restos humanos arrojados a los cocodrilos. Es el reportaje de un hombre blanco sobre el horror, luego trasladado a Vietnam por el cineasta Francis Ford Coppola.
Por encima del Sahel, a la franja sin lluvias, el arabismo, el bereberismo, el Islam, la inmediatez del Mediterráneo, se generó otra cosa, como si siempre, como ahora, hubieran intentado cruzar el mar interior. Hasta en la Cirenaica yacen los restos fósiles de los cetáceos terrestres provistos de patas, que no alcanzaron el agua por el retraso genético en su evolución hacia las aletas. África subsahariana es otra cosa, varada en los milenios como las ballenas que no llegaron a serlo. Para los paleontólogos África es la cuna del neanderthal, diversidad de tribus de una docena de especímenes, con apenas expresión oral –de entre los cuales, probablemente, fue una mujer la primera en ponerse de pie–, y en permanente huida hacia el Estrecho de Ormuz, que cruzaron para atravesar Arabia y derramarse por las estepas centrales europeas y Asia, generando por el camino al homo sapiens. Quizá con la excepción de la Etiopía cristiana, sólo conquistada por el fascismo italiano, el subcontinente negro vivió ensimismado decenas de miles de años, a pocos pasos de los desastres y desarrollos europeos. África no tiene ni Edad Media ni Historia compilada por chamanes sin escritura. Salimos del continente, comenzamos a civilizarnos con los sumerios en Mesopotamia (Irak), pero no regresamos hasta la bestial colonización del siglo XIX. Un misterioso viaje de ida y vuelta. Lo que vio Conrad fue la obra de dos amorales. El rey Leopoldo III de Bélgica registró a su nombre los Congos como propiedad personal ajena a las posesiones belgas. Necesitaba un administrador y lo encontró en el periodista Kenry Morton Stanley, galés nacionalizado estadounidense, que dio con el escocés doctor Livingstone en el lago Tanganika, dado por desaparecido, a cuenta de James Gordon Bennett, editor del «New York Herald».
Stanley, de pobrísimo origen, había sido sodomizado recurrentemente en un orfanato y de grumete en un carguero del que escapó sin la paga ni el hatillo. Desarrolló una resistencia sobrehumana a las adversidades y una crueldad patológica. Conquistó los Congos para Leopoldo y adquirió el gusto por torturar, mutilar y asesinar personalmente. Hasta Suráfrica y desde Senegal a Kenia, el colonialismo europeo decimonónico no tuvo más trabas que la carabina y el machete. Los árabes colaboraron con el esclavismo y no se dio otra economía que la apropiación de materias primas y la venta de manufacturas de subsistencia. No es una extrañeza que la descolonización forzada tras la II Guerra Mundial provocara pánico entre las minorías blancas ante una negritud, que ni había sido alfabetizada por los colonos. En Suráfrica, ingleses y afrikáners holandeses tenían que acabar en el «apartheid» aunque sólo fuera por temor a los indómitos zulúes. El indiscutible mérito de Nelson Mandela es haber evitado una matanza de blancos de proporciones apocalípticas. Madiba estuvo en el comunismo, en la dictadura del proletariado y en la lucha guerrillera, que hubiera triunfado siquiera por disparidad numérica. Pero sacó al Congreso Nacional Africano de esa deriva, aceptó la democracia que le negaban, soportó décadas de cárcel y asumió el «satyagraha» del Mahatma Ghandi (que desarrolló durante sus años de abogado en Suráfrica) y que no es pacifismo de marihuana sino resistencia pasiva. Ambos sabían que no hay nada más terco que un hombre solo, y con Nietzsche que lo que no me destruye me fortalece.
Tal como el tiempo no ha difuminado la figura de Gandhi, perdurará la de Mandela, porque ambas son testimonios espirituales y de azañas del alma y no de la fuerza o el ingenio. Lo de Mandela proclamándose capitán de su alma debería ser una máxima para cualquier occidental. Tuvo muy poco tiempo de poder político y Suráfrica, al margen de tener una democracia universal, sigue sumida en riquezas naturales explotadas miserablemente por los mismos, desigualdades sociales insondables, corrupción política y privada elefantiásica, la mayor peligrosidad del África negra y el más grande índice de sida pandémico. Las jóvenes no temen la violación (entretenimiento local), sino al retrovirus VHL. África tiene el contorno de una calavera ligeramente ladeada con las cuencas de los ojos en Chad y Sudán, el vano de la nariz en Centroáfrica y Ruanda, y la dentadura de Angola a Mozambique, quedando Mauritania como occipucio. Quizá la aceleración tecnológica abrevie el proceso de civilización y reparto, pero Mandela aún es sólo un imprescindible amanecer.
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