La Razón del Domingo

«Streik!» o negociación

En el país germano, los trabajadores se financian de manera independiente

Un sindicalista de la poderosa IG Metall, llama a la huega en la factoría de Porsche en Stuttgart
Un sindicalista de la poderosa IG Metall, llama a la huega en la factoría de Porsche en Stuttgartlarazon

La revolución de 1848 fue una sacudida que removió a la sociedad europea de la época y que permitió creer –bastante equivocadamente– a Karl Marx que la implantación de la dictadura del proletariado estaba a punto de acontecer. También fue el pistoletazo de salida para un movimiento sindical que a inicios de esta década constituía una de las instancias sociales indispensables en Alemania. El sindicalismo alemán contó siempre con un elemento pragmático considerable. En España, la UGT tenía una impronta socialista revolucionaria calcada de Guesde – uno de los pocos autores leídos por Pablo Iglesias – y la CNT, un enfoque anarquista que asumía la violencia como arma. Sin embargo, los sindicatos alemanes contaban con una visión teóricamente marxista, pero, a la vez, una flexibilidad negociadora.

Se ha atribuido esa circunstancia a la visión política de un Bismarck que intentó con éxito convertir a los socialistas y a los sindicatos en una parte del Reich. Sin embargo, intentos similares llevados a cabo en España por Canalejas o por el general Primo de Rivera fracasaron de manera estrepitosa con unas fuerzas sindicales más ideologizadas y –digámoslo– menos realistas e inteligentes. En 1892, en Alemania existía ya una confederación sindical que agrupaba a 57 sindicatos y a unos trescientos mil trabajadores. El final de la Primera Guerra Mundial –que sólo encontró una resistencia por parte de los sindicatos alemanes muy al final del conflicto y por reflejo de lo sucedido en Rusia– obligó a una reorganización que concluyó en julio de 1919 con la creación de la Allgemeiner Deutscher Gewerschaftsbund (ADGB), que reunía a 52 sindicatos con más de tres millones de afiliados.

A diferencia de lo sucedido en España, incluso existió un sindicalismo más conservador agrupado en la Detuscher Gewerkschaftsbund (DGB). De manera bien significativa, el nacionalsocialismo alemán no acabó con el sindicalismo sino que lo transformó. A decir verdad, el sindicalismo formaba una parte esencial del aparato del Estado nazi –como del fascista y, hasta cierto punto, del franquista– y se mantuvo gracias a las subvenciones generosas del estado.

El III Reich

Los sindicatos dejaban de ser independientes para convertirse en una pata del III Reich. La división de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial implicó la consolidación de dos formas diversas de sindicalismo. En febrero de 1946 se creó en Berlín la Freier Deutscher Gewerkschaftsbund (FDGB), verdadera correa de transmisión comunista que, por ejemplo, estuvo divorciada de las protestas obreras de finales de esa década. En la Alemania occidental, en abril de 1947, se fundó en Bielefeld la DGB, que pretendía enlazar con la tradición sindicalista anterior al nacionalsocialismo.

El deseo de no poner obstáculos sino fomentar la reconstrucción de una Alemania devastada por la guerra robusteció enormemente a los sindicatos que rehusaron, sin embargo, perpetuar el carácter oficial que habían tenido bajo Hitler. Durante las décadas siguientes, los sindicatos alemanes se dividieron en «activistas» y «acomodacionistas». Los «activistas», especialmente en el ramo del metal, lucharon por alcanzar metas como la codirección a inicios de los años cincuenta; el aumento de salario en los sesenta y la jornada de treinta y cinco horas en los ochenta. Por el contrario, sindicatos como los que agrupan a los trabajadores químicos, textiles, de alimentación o de la construcción se empeñaron en la cooperación con las empresas para asegurar un empleo sostenible.

En ambos casos, se deseaba evitar a toda costa un radicalismo como el de los sindicatos británicos, que había abierto paso al triunfo electoral de Margaret Thatcher. En 1990, los sindicatos de las dos Alemanias se fusionaron, pero, una vez más, predominó el pragmatismo. En 1993, los «activistas» pelearon para lograr una equiparación de salarios entre los trabajadores de las dos Alemanias, pero, finalmente, durante esa década, renunciaron a la introducción de un salario mínimo en Alemania. En 2004, por ejemplo, aceptaron una drástica reforma del Estado del Bienestar que está en la base misma de la manera en que Alemania está capeando la actual crisis. Tampoco han logrado que en una misma empresa sólo rija un convenio colectivo en lugar de varios.

Financiación no estatal

Junto al pragmatismo, los sindicatos alemanes han sabido encontrar fuentes de financiación no estatales. Las empresas propias –beneficiadas, por ejemplo, por los gobiernos de Felipe González– junto al prestigio derivado de logros prácticos y las cuotas les han permitido seguir contar con un peso social innegable. Así, la Deutsche Gewerkschaftsbund (DGB) o Confederación Alemana de Sindicatos cuenta con más de seis millones de afiliados, casi el 25 por ciento de los trabajadores germánicos. Tan sólo la IG Metall reúne unos dos millones trescientos mil afiliados. La DGB representa a sus afiliados ante las autoridades, los partidos políticos y las empresas, pero, por ejemplo, no interviene en la negociación colectiva ni tampoco suscribe acuerdos laborales de carácter colectivo, una circunstancia que se ha demostrado ideal para mantener la flexibilidad laboral y evitar, a diferencia de España, el aumento del desempleo. Con todo, las diferencias entre el sindicalismo alemán y el español no residen sólo en el sistema, sino en el factor humano, ése que en España queda limitado a personas como Méndez, Toxo o Pastrana.