España
Zorrilla, el pesimismo español
«Y o temo que nuestra revolución va a ser infructífera para España por creernos todos los españoles buenos y aptos para todo y meternos todos a lo que no sabemos». Quien así se expresaba en sus «Recuerdos del tiempo viejo» era ni más ni menos que un vallisoletano afincado en Madrid y llamado José Zorrilla. Nacido en una familia furibundamente carlista, Zorrilla mostró desde su infancia un profundo desapego hacia el conservadurismo paterno. A decir verdad, en su juventud, le interesaban mucho más el dibujo, los libros de autores como Walter Scott y Victor Hugo o las mujeres. Ni siquiera cuando su padre decidió enviarlo a cavar viñas para enderezarlo se sometió el joven José, que robó una mula y huyó a Madrid. Al llegar a la capital, se introdujo en la vida bohemia, donde para combatir el hambre que lo acosaba no dudó en hacerse pasar por un artista italiano, escribir poesías y llamar a la revolución, hecho este último que provocó su búsqueda por la policía y su refugio en casa de un gitano.
Zorrilla no era ni un holgazán ni un joven desprovisto de talento. En 1837, con ocasión del suicidio de Larra, recitó un poema en su honor que le granjeó la amistad de Espronceda y de Hartzenbusch. De manera bien significativa, sustituyó al propio Larra en el periódico «El Español». En 1839, estrenó su primer drama, «Juan Dándolo», al que seguirían otros tres al año siguiente, y sus «Cantos del trovador». El éxito, la fecundidad literaria y la rapidez en la escritura motivaron que de 1840 a 1845 lo contratara en exclusiva Juan Lombía, el dueño del Teatro de la Cruz. En esas cinco temporadas, Zorrilla estrenó veintidós dramas. Sin embargo, todo lo que tenía de afortunado en la literatura, lo tuvo de desdichado en la familia. Casado en 1838 con una irlandesa llamada Florentina O'Reilly, en 1845, Zorrilla se marchó a París huyendo de su esposa. De aquel periplo galo surgió la amistad con autores como Dumas, Gautier o Hugo, pero, sobre todo, la edición en francés de sus obras. El reconocimiento en el extranjero –como en tantos casos– fue el preludio del nacional. La entrada en la Academia no le consoló de otras amarguras.
Su padre falleció sin perdonarlo –un hecho que provocó un gran cargo de conciencia en Zorrilla– y dejándole unas agobiantes deudas. Huyendo de su esposa y de los acreedores, Zorrilla viajó por Francia, Inglaterra y México, donde pasó once años protegido por el emperador Maximiliano. Al fallecer su esposa, Zorrilla regresó a España, donde supo del fusilamiento de Maximiliano. Este hecho golpeó la fe religiosa de Zorrilla, que culpó de la muerte a Napoleón III y al Papa, por abandonar al emperador. El pesimismo le acompañó. Ni los honores ni el matrimonio con Juana Pacheco en 1869 lo liberaron de las estrecheces económicas y de la convicción de que España no tenía arreglo.
Cabe preguntarse si su pesimismo, nacido de la falta de consideración que le mostró su padre, no fue fortalecido por algún tipo de trastorno mental. En 1893, una operación realizada para extraerle un tumor del cerebro le causó la muerte. Fue entonces cuando se cumplió uno de sus deseos más íntimos: disfrutar del descanso eterno en Valladolid.
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